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domingo, 14 de agosto de 2016


Corredores en la costa


Michael Stipe canta y traduzco lo que quiero. Dice que está cerca de cumplir los cuarenta, y que la época del año es casi Halloween. Él no lo sabe, pero antes esa festividad no se festejaba en esta tierra, pero ahora parece que sí, que en ciertos lugares de la ciudad se asumió el rol consumista como una herencia perfectible, es racional: la impuesta navidad comparte el mismo precepto y nadie se queja. Nadie se queja de las cosas socialmente aceptadas. Por ejemplo: todas esas personas que corren en la costa. Hay plazas, parques como Camet, el parque de deportes, hay pistas de atletismo, hay… (no incluyo los gimnasios porque un amigo que corre dice que se siente como un hámster en una cinta)… alternativas y variantes, pero no. Los corredores se empeñan en ocupar la costanera marplatense. Y eso pone nervioso a cualquiera. Caminar deja de ser algo relajante. Tomar mate también. Todo el tiempo pasa gente agotada, respirando por la boca, empapada en sus secreciones corporales o respirando entre jadeos horrorosos y estertores sin compás. Todo el tiempo alguien enrostra la culpabilidad de comer una factura o poner azúcar al mate: vos, adoratriz o precursor del sedentarismo, parecen decir, vos podés dejar eso y venir a correr con nosotros. Somos más. Seremos lindos, flacos, perfectos. Pero, ¿a dónde van? Como en la canción de Silvio Rodríguez, ¿a dónde va toda esa gente apurada que corre por la costa? ¿Qué sentido tiene? Que lo diga Murakami no quiere decir que sea cierto. Ni siquiera real y sí probablemente comercial. Ni siquiera hace bien al cuerpo, el rebote sobre el cemento destruye rodillas. Corran sobre pasto, por favor. Y la cosa se pone peor cuando se trata de un grupo de corredores. Si alguien se abstrae del mundo tal y cómo lo conoce y ve unas veinte o treinta personas aparecer de la nada, apurados, huyendo hacía un mismo lugar no queda otra que pensar que algo malo sucede de ese otro lugar de donde vienen. El fin del mundo empezará ignorando a los que corren en la costa. Ignorarlos es malo, no sólo por la falacia del fin del mundo sino también porque predispone a que golpeen o miren mal al que se interponga en su camino. Hay que hacerse a un lado: ellos están haciendo algo productivo (correr) y vos no (pasear es perder el tiempo, relajarse en una caminata es una oda al colesterol) Y es peor aún si alguien quiere simplemente caminar con sus hijos por la costa. La imprevisibilidad de los menores expone todo el tiempo la tenebrosa posibilidad del golpe, la caída o la catástrofe. Claro, dirán los corredores costeros, por qué no prohibir que los chicos caminen por la costanera. Como sea, que vayan a formar sus cuerpos a otra parte, donde la exhibición no le dé un exótico placer al sufrimiento. Porque correr sin sentido no tiene relación con el hombre. Si al menos corrieran por comida o para resguardarse de un peligro real. Pero no, la meta es otra. La meta es la nada. Y los espectadores del espacio costero tenemos que enterarnos de esas personas que constantemente persiguen la nada: mejorar una distancia, un tiempo. Como si el tiempo fuera tangible. Claro, seguramente los corredores costeros dirán que mucho peor son los rollers, o los ciclistas, pero, si así lo hacen, aceptan y coinciden con estas palabras sedentarias. Como dijo Michael Stipe, estoy por cumplir cuarenta y tengo en mi casa el suficiente alcohol para iniciar mi propia fiesta sin tener que correr a ninguna parte.