Dejo
un nuevo intento de organizar el primer libro de cuentos. ¿Cuántas veces ya? Me
lamento de no haber numerado cada uno, pero esa cuantificación de un mundo
caótico no visibilizaría la dimensión real del problema. ¿Problema? La
ciudad se derrumba y yo cantando. ¿Se puede todavía citar a Silvio? ¿O ya es
anacrónico y le encontraron alguna dimensión de esas que las buenas costumbres
de hoy crucifican? Vuelvo al libro de cuentos. Podría poner un número
arbitrario, veinte, pero alguien podría pensar que fueron esos intentos en la misma
cantidad de días. Veinte días es una cifra irrisoria. Podría, entonces, pasarlo
a una unidad de tiempo. ¿Cuántos años ya? Es difícil recordar en qué momento
escribí por primera vez una cantidad de cuentos que creí suficientes para unir
en un libro. Esa es el primer inconveniente. La cantidad, no la calidad. Quizás
los primeros diez, doce cuentos me dieron la certeza de estar frente a algo
más, es decir: un libro. Pero fue evidente que no había nada más que un número,
no la calidad (calidad a la que uno aspira, lo que opinarán los demás es
indescifrable ¿por suerte?) y entonces los cuentos se empiezan a sumar. A los
primeros diez se les agregan otra decena y otros más. Algunos entran en una
antología, otros se esparcen por la web. Y así un día el problema es que son
demasiados, que los mejores ya salieron publicados y que los inéditos quizás
merezcan siempre vivir en esa categoría. Y después el gran problema: la
repetición. Algunos cuentos (no lo ves durante mucho tiempo: es la carta
robada, es la genialidad de Poe: todo está ahí, incluso el lector que somos y
que inventamos) algunos cuentos, decía, se repiten en estructura, otros en
personajes y rituales, otros en escenas, otros en deseos. Las obsesiones se hacen
presentes, se mezclan, se pierden en sus burdas máscaras. Las obsesiones
siempre han estado ahí: el astronauta en órbita lunar tiene las mismas
reacciones que la docente en el aula, el viejo jubilado contesta con la misma
expresión que un capitán chino herido de muerte por un desconocido soldado
ruso. Los tiempos se anulan, se unifican: nosotros somos el cuento que un día nos
cansamos de contar. Entonces, ¿cómo se arma un libro de cuentos? ¿Hay
una fórmula? ¿Todos iguales o todos distintos? ¿Los mejores primero y último y
el medio el relleno? ¿Los mejores primero y segundo? ¿En orden creciente? ¿Un
excelente cuento final puede salvar un libro mediocre? Hay un lugar que parece
común: así como se afirma que en una novela hay que abrir con un párrafo
contundente, en un libro de cuentos el primero debe compartir esa
característica. El resto es una incógnita que no pude resolver. Si lo pienso
ahora, al escribir este texto, apurado, la pregunta se parece (¿se parece?) al siguiente
interrogante: cuándo se debe dejar de corregir. Y si es así, tiene solución
porque en determinado momento se sabe que hay que abandonar el texto: la corrección
mínima es eterna, pero la mayor, la estructural, un día se termina. Si se
sigue, la historia se arruina, se pierde para siempre. Quizás no encontré el
lugar: un taller literario donde se corrija más allá de un texto y se trabaje
en el libro. Con un editor trabajamos hace un año, tal vez más, sobre los
cuentos e hicimos una selección. En ese momento el libro funcionó, para los
dos. Hoy, un año después, no funciona y claramente no funciona. Un libro de
cuentos es una mezcla de cartas que deben tener un orden (lo tienen que tener)
pero es esquivo: se las puede acomodar de tal manera que garanticen una buena
mano para el escritor, ¿pero no es eso hacer trampa? Un amigo, también escritor,
me dice que cuando llega la temporada de concurso, acumula cuentos dispares solo
para juntar las páginas necesarias para entrar en el concurso. Lo considera
casi como una antología. Eso es interesante. Una antología falsa. A cada cuento
asignarle un personaje que escribe, y a ese personaje crearle una biografía,
una vida, una foto, una familia (o su ausencia) una justificación en sus
experiencias para entender por qué cuenta lo que cuenta. Imagino el esfuerzo
para conseguir una editorial y después para falsificar las firmas. Imagino el trabajo de crearles una vida a esos escritores falsos en las redes sociales, con fotos robadas
de otras vidas, nombres de novelas y cuentas que no escribieron y todo para
lograr que esos personajes inexistentes cedan sus derechos de autor. Pero
quizás no sea necesario el esfuerzo. Todo libro de cuentos es una antología de
uno mismo. Los cuentos fueron escritos por alguien que uno ya no es. Y en eso
quizás esta la dificultad de elección. Si somos nuestras lecturas y las
lecturas nos hacen escribir lo que escribimos, es lógico que los cuentos sean
distintos. Y que no nos gusten. ¿Cuántos libros malos hay que leer para poder
disfrutar un libro bueno? ¿Cuántos cuentos malos hay que escribir para lograr
uno que valga la pena? ¿Cuántas veces hay que acomodar los cuentos para que
tengan un sentido? Por una vez, parece que la selección, el cumulo y el orden de los cuentos, no depende del autor. Depende de cada lector. Y para cada lector
debería existir un orden distinto, una vasta combinación, pero no
infinita, porque finalmente es el lector quien encontrará el índice correcto: los
cuentos que recuerde y el orden en que los recuerde serán el libro final, el
que debimos publicar.
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domingo, 31 de marzo de 2019
domingo, 17 de marzo de 2019
El libro
Borges dice: “Un libro tiene que ir más allá de la intención de su autor. La intención del autor es una pobre cosa humana, falible, pero en el libro tiene que haber más”. La cita es de Borges oral, de su conferencia sobre el objeto libro, que empieza con la acaso caduca comparación de las herramientas como extensiones del cuerpo humano. Suzy Lee abre su libro ilustrado Trilogía del límite contando que después de la publicación de otro de sus trabajos llamado, La ola, recibió el siguiente correo electrónico enviado por una librería en representación de otras: “Estamos un poco confundidos por las ilustraciones a doble página, parece como si faltaran parte de la niña y de las gaviotas. ¿Es así?” La ilustración muestra en la página par a una niña que extiende el brazo hacia la página impar, pero en la impar no vemos ni los dedos ni vemos la mano. Le preguntan a la autora si es un fallo de imprenta. Y ella también se lo pregunta. A partir de esa duda, decide saber qué su sucedería si en lugar de ignorar el pliegue de la encuadernación decidiera aprovecharlo. Los libros son un todo que nos influye, en su cubierta, su textura, sus espacios. Como Borges, Whitman habla del libro, de todos los libros, también: “Camerado, this is no book / who touches this touches a man / (Is it night? are we here together alone? /It is I you hold and who holds you /I spring from the pages into your arms decease calls me forth”. Se puede pensar que los libros encierran el significado de las cosas. Aún de las cosas que sus autores desconocen. Su desaparición material no significa la pérdida de este significado. Una biblioteca vacía, si aún conserva un recuerdo de los libros que la habitaron (por ejemplo, una línea imperfecta que marca los espacios donde el polvo se acumuló entre los márgenes de los ejemplares heterogéneos) devuelve la memoria de esos libros y con suerte sus palabras; es decir, devuelve un significado que se consideraba perdido. Pero, ¿qué son esas palabras recuperadas o la proximidad a esas palabras? Borges se pregunta qué son las palabras acostadas en un libro. “¿Qué son esos símbolos muertos? ¿Qué es un libro si no lo abrimos?”. De inmediato se contesta: “Nada absolutamente”. Se puede afirmar, entonces, que los libros son el silencio. No la muerte, pero sí el silencio. Y son el silencio porque marcan el fracaso: los libros se callan porque nos hacen creer que encierran el significado de las cosas, pero eso no es cierto. El libro es la casa de un dios muerto, aún para los creyentes. César Aira marca que entre el museo y el libro hay una relación de mutua metáfora. “El libro puede ser museo imaginario tal como el museo puede ser el libro que cuenta, en sus testimonios tangibles, la historia de un pueblo o de una época o de un artista”. Para Borges, el libro es el río de Heráclito. Cada vez que leemos un libro, el libro ha cambiado. Las palabras son otras. Los libros están cargados de pasado. “Si leemos un libro antiguo es como si leyéramos todo el tiempo que ha transcurrido desde el día en que fue escrito y nosotros”
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