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sábado, 8 de junio de 2019





Siempre vuelvo a Amelie Nothomb. La novela se llama Frappe-toi le couer. Golpéate el corazón. Me la recomendaron porque habla de una médica, del camino por el cuál una persona hija de padres comunes termina estudiando medicina. La novela es hermosa, casi no uso otra palabra cuando quiero decir que un texto me gusta. La belleza es lo que más valoro en la literatura. La originalidad ya no existe, no hay que perder tiempo buscándola. Y si existe, existe en estado bruto, casi analfabeto. Toda formación, toda lectura, nos instruye y a la vez nos normatiza. La originalidad la buscamos leyendo cuando precisamente la empezamos a perder con el primer cuento del que disfrutamos la lectura. Volvamos –poco– a la novela de Nothomb. Si bien podría ser la historia de “Cómo me hice médica” poco tiene de medicina. Sí tiene mucho de psicología y posiblemente de conductivismo, mucho de reflexión y soledad. Por momentos tiene continuidad con Metafísica de los tubos, por momentos es como si el misógino Houellebecq se hubiera puesto optimista, por momentos logra la intimidad que me gusta encontrar en las novelas de Nothomb. Creo –con la misma fe que ella proclama para sus personajes– que no es posible salir de sus novelas sin llevarse algo, un pensamiento, una reflexión, una cierta incomodidad, un sensación de que el mundo no cambió de manera significativa pero que, sin embargo, el laurel perdió una rama que no debería haber perdido. Me explico: el mundo al que volvemos después de la lectura es y no es el mismo, es como en esos dibujos duplicados donde el entretenimiento obliga a encontrar las siete diferencias: algo es distinto al cerrar el libro, solo que no es fácil encontrar la diferencia. No es necesario aclararlo, pero lo hago una vez más: mi lectura es lúdica, no soy crítico y siempre me vuelvo autoreferencial, cuando Nothomb escribe creo que escribe para mí: soy su único lector en el mundo, todos los años ella publica para mí. Y para nadie más. Creo en lo que ella dice: Todos los niños rezan sin que sepan forzosamente a quién se dirigen. Poseen un vago instinto no ya de lo sagrado, pero sí de lo trascendente. Creo en sus sentencias universales: El infierno está empedrado de buenas intenciones; de igual manera, las intenciones más mezquinas pueden ser el origen de sinceras alegrías. Creo que cuando habla, habla para mí, un lector común y a la vez su único lector: Tenía ese rasgo de la gente ordinaria que consiste en proclamar auténticas barbaridades “Ya me conocen, trato de ser justa” o “Antepongo el amor por mis hijos ante todo lo demás” creyendo realmente que lo que dice es cierto.