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miércoles, 17 de mayo de 2023

 

 

Ya en las primeras páginas, Berlanga usa una frase de Rodrigo Fresán que funciona como absolución de cualquier culpa: “Nada más obsceno y vano que intentar contener la vida y la obra de un hombre en un puñado de líneas invocadas en el tiempo y la distancia”. Berlanga aclara que la cita podría ser epígrafe de su libro. En realidad, podría aplicarse a cualquier biografía, novelada o no, extensa o breve: a cualquiera de los textos en que buscamos contar la vida de los demás. La vida de Soriano está en este libro. Esta es la historia. Y la vida de un hombre es también la vida de un país. De un momento del país, de la suma de momentos en una república donde cada década trae alguna sorpresa y una no tan sorpresiva crisis económica. Por eso los nombres que acompañan a Soriano nos suenan a los nombres de los padres de personajes actuales o a personajes actuales que son viejos y respetables, o viejos y despreciados: este es el destino dual e indisoluble de todas las personas. En el libro está la magia del exiliado que no se siente un legítimo exiliado, del amante de todos los gatos, del hombre fanático de San Lorenzo que pasa los mejores años de su vida en el barrio de La Boca, del hombre aún adolescente que inventa una crónica sobre el Vía Crucis de Tandil para salir del pueblo y llegar a la Capital y las redacciones de los diarios, del hombre que perfecciona sus historias de jugador de fútbol de tal manera que ya nadie puede saber qué es verdad y qué mentira, del hombre que viaja a Turquía y en ese mismo termina en Los Angeles buscando los lugares y los héroes de tantas novelas y películas policiales y solo encuentra la desilusión. En ese viaje también busca los escenarios de su primera novela Triste, Solitario y Final y lo abruma no encontrar anda de lo que construyó en la novela: le parece un horror no haber pegado una, pero se consuela pensando que había creado un espacio literario autónomo que funcionaba. Berlanga dice que en esa época no había colectivos en Los Ángeles y los personajes de Soriano esperaban el micro en la parada de la esquina.


Voy a detenerme en la primera novela de Soriano. Berlanga nos cuenta que Triste, solitario y final ganó el Premio Casa de las Américas cuando un desahuciado jurado chileno, Ariel Dorfman, cansado de leer tantas porquerías, se encontró con el libro de Soriano entre los participantes. Soriano —nos dice Berlanga— era fanático del humor de Laurel y Hardy, el Gordo y el Flaco, dos cómicos que se burlaron de la sociedad a la que pertenecían y murieron en la pobreza: nadie se burla de la propiedad privada y la autoridad en EEUU. Berlanga encuentra un texto del propio Soriano que nos da las claves para leer esta novela. Y también el resto de la narrativa de Soriano: Chaplin era golpeado y humillado, pero al final se elevaba sobre sí mismo, vencía a sus rivales, rescataba a la dama en apuros y triunfaba. El Gordo y el Flaco nunca hicieron justicia, ni la recibieron. “Sabían que eso era imposible en la sociedad norteamericana donde los fracasados son seres despreciables. Chaplin vendía ilusiones y tuvo su Oscar, su reencuentro con Estados Unidos (en el mismo momento en que Nixon arreciaba sus bombardeos sobre Vietnam); también tendrá su monumento. El hombre más grande de este siglo es aquel hombrecito que ( ) triunfaba sobre la injusticia. En el fondo, la ideología de la seguridad”. Andrés Barba, en un capítulo de su ensayo La risa caníbal, exonera nuestro humor del pasado: ¿Éramos, cuando nos reíamos, de verdad tan insensibles, homófobos, sexistas, racistas?, se pregunta y enseguida se responde: Tal vez sí, tal vez no tanto. ¿Somos verdaderamente mejores ahora que tememos reír? El autor español aborda el hecho histórico de que Hitler miró dos veces seguidas la película de Chaplin, El gran dictador. Y en algún punto parece coincidir con la mirada que Berlanga nos cuenta tenía Soriano del cómico norteamericano: No parece posible —escribe Andrés Barba— hacer una imitación de Hitler como la que hace Chaplin en El gran dictador teniendo (sólo) un bigote (postizo) en común. Chaplin tuvo que entender algo al mirarse en el espejo, algo no solo sobre Hitler sino también, y necesariamente, sobre sí mismo.



 

Una de las mayores virtudes del libro de Berlanga es generar la necesidad de la lectura (o relectura) de las novelas de Soriano. Busqué en la biblioteca mi ejemplar de la novela, una edición de 2003 de Seix Barral. Lo tengo en la mesa de luz. El libro trae un acaso decepcionante prólogo de Eduardo Galeano y un anexo sin título sobre la Génesis de la novela: entrevistas inéditas, notas, una carta de Julio Cortázar. La novela está llena de diálogos que hacen avanzar la lectura, pero, como toda novela iniciática, no funciona tan bien como lo harán No habrá más penas o Cuarteles de invierno. El libro —el objeto libro— tiene además una particularidad: está mal cortado en su parte inferior. Incluso falta la mitad de las palabras Biblioteca Soriano, y el código de barras no alcanza a completarse ni aparecen todos los números del ISBN. Por ese detalle, y por la letra que parece fotocopiada, uno tiende a pensar que el libro corrió la suerte de tantos otros best-seller de su época y es una edición pirata.

 

Berlanga nos cuenta la relación de Soriano con su propia escritura y sus éxitos de venta. Quizás los dos episodios más relevantes sean la crítica de Charlie Feiling en Babel y un artículo del propio Soriano en el año 1991 titulado con la pregunta ¿Cuánto vale un escritor? La crítica de Feiling puede parecer exagerada o no, pero de cualquier manera resulta impiadosa para el tipo de crítica que circula en el ambiente literario. En cuanto al artículo, Soriano defiende su literatura y parece decirle a la crítica que hay lectores que parecen odiar que en sus novelas haya personajes, acción, un argumento. En su artículo enumera ganancias que al día de hoy parecen inalcanzables, y también sostiene que no lo escribió solo por él. O para él. Lo hizo casi por una cuestión de hermandad, de solidaridad gremial en un mundo solitario.

 

En el libro está todo lo que tiene que estar. Quizás la parte más emotiva —más allá de la muerte del propio personaje— está en la muerte del padre de Soriano en 1974 y la historia de su reloj. El reloj y la muerte son una metáfora para alguien que nunca llegaba tarde a un encuentro. En el libro también está el lugar para las peleas de redacción, las críticas y la autocrítica. Pasada la dictadura Soriano dice “Aquí estamos, festejando sin victorias sin heroísmo y velando muertos de pobre sepultura. ¿Qué hacíamos mientras los matábamos? La respuesta es tan simple como dramática: alentábamos a San Lorenzo y a la Selección, viajábamos a Miami y a Europa, no exiliábamos por miedo o por necesidad, nos creíamos derechos y humanos mientras festejábamos con José María Muñoz a los campeones del mundo.

 

Soriano pasó el Alfonsinismo y llegó a la década de 1990. Ahí aparecen sus contratapas desde donde recobramos un país perdido que muchos prefieren olvidar: Cavallo era canciller, Erman Gonzales, ministro de economía, resuenan los apellidos como Alsogaray, Yoma, María Kodama pierde un juicio contra Fanny la empleada doméstica de Borges, y vienen las privatizaciones: desaparece Entel, desaparecen los trenes y el mundo. Los periodistas referentes son Mariano Grondona y Neustadt y Lanata irrumpe en la televisión. Durante todo este tiempo, Soriano encuentra a su compañera en Francia, vive en La Boca y vuelve a Francia. Ahí enferma. Ahí se apura a poner sus papeles en orden, sus contratos editoriales y sus deudas por pagar. Como un gato, Soriano sabe que sus vidas populares se gastaron. En el libro de Berlanga hay poco espacio para la muerte de Soriano y eso se agradece: los días finales de cualquier persona son apenas unas gotas de agua en el mar de una vida.