No me gustó Yoga
de Emmanuel Carrère. O quizás deba escribir: Yoga es el libro que menos me gustó de Carrère. Y eso que disfrutó su escritura. Decir
que en una época esperaba su próximo libro con devoción debería ser
representativo, pero suelo hacer lo mismo con todos mis descubrimientos
pasajeros. Ya no lo hago, al menos con Carrère. Pero (el pero mueve esta
escritura) muchas veces un libro se justifica en unas pocas páginas. Y es raro
que un escritor profesional no haga algo digno o brillante en 320 páginas. ¿No
es eso la literatura? Un destello, un instante. No lo sé. Pero qué importa.
Como poco importa mi relación con Yoga.
Acaso lo leí mal predispuesto, en mal momento. Quizás había dormido poco,
quizás otras lecturas me reclamaban. Coincide que había leído demasiados libros
de Anagrama para tolerar uno más. A veces, como lectores, debemos repartir
nuestro dinero en varias editoriales y evitar que la biblioteca sea
monocromática, ictérica. Debo decirlo: había leído que la escritura de Yoga fue atravesada por el
divorcio de Emmanuel Carrère y Hélène
Devync y una parte del libro se suprimió. Entonces lo leí de ese modo: como
un libro remendado. Mi conclusión improbable: Hélène Devync se vengó de su ex
marido y se quedó con el alma del libro. Nada es más indiferente que el amor
cuando se termina. Pero, a pesar de todo, Yoga
tiene un momento único. Son tres páginas. Empieza en la 274 de la edición
española y termina poco después. El instante de Carrère curiosamente es una
expulsión de la literatura: invita a mirar la sonrisa de la pianista Martha
Argerich mientras toca la Polonesa
Heroica. Lo que nos invita es a mirar la sonrisa de esa mujer, poseída por
la música, por la infancia. Curiosamente hace poco creí descubrir algo similar
a lo que Carrère menciona. Curiosamente o no, si tomamos en cuenta que las lecturas
nos condicionan en nuestra visión del mundo; lo que vemos lo vemos como leemos:
caóticos, centrados, perdidos, tolerantes, embelesados. Ólafur Arnalds es
un músico islandés. Llegué a él por algoritmos que predicen el gusto. Basta seleccionar
dos o tres canciones y la magia se suena los dedos -chasquea, podría escribir influenciado
por los libros Anagrama- para que la música se asemeje. En Netflix la
imposición es más evidente, en YouTube si bien no es sutil al menos se hace
tolerable. De Max Richter -The departure-
y James Howard Newton -Hidden life-
hay un paso, un click, digamos, hasta Ólafur Arnalds. Y resulta que durante el
solsticio del 2020 a este buen músico islandés se le ocurrió tocar y filmar tres
temas en tres momentos diferentes del día más corto del año. Y lo volvió a
repetir en 2021. Sunrise sesión II: Es
en este año, en 2021, donde sucede la misma magia que vio Carrère en el video
de Martha Argerich. O parecida. El tema se llama The bottom line e inicia a las 11.14 am hora de Reykjavík, capital
de Islandia. El lugar donde tocan tiene vista al mar, y también a la ciudad; a
una ruta costera que en un primer momento se llena de autos con las luces
encendidas, aunque ya debería ser de día. Josin es la cantante invitada. Josin
tiene el pelo atado y usa una remera de mangas largas color piel. En sus rasgos
hay tantas etnias como tonos hay en su voz. A primera vista su espalda parece
desnuda, pero es el color de su ropa. Sus omóplatos se marcan, se pronuncian y
tensa. La voz que vibra despierta sus manos, las mueve, las guía. Tiene una
pollera gris que cae recta, que juega con su cintura: la sube, la oculta, la
olvida. Canta enfrente de Ólafur Arnalds, sentado al piano. Ólafur Arnalds tiene
un pulóver color arena en el frente pero que en la espalda lleva un gran,
desproporcionado, recuadro azul. The sun
always rises, dicen las letras negras en el recuadro. Las letras no
empiezan a la altura de sus omóplatos, hubiera sido una linda simetría para
esta ficción, pero están más abajo, a la altura dorsal, un poco antes de las
apófisis lumbares y el cuadrado de los lomos. Ólafur Arnalds lleva el pelo
rubio y en algunas imágenes, por el brillo, parece colorado; tiene una barba
breve, desprolija, sus dientes se esconden bajo sonrisas fugaces y sus labios
finos; cuando toca se lateraliza ligeramente a su izquierda; tiene una pequeña
giba que nunca corrige por la posición: cae sobre su teclado como si fuera a
desmoronarse: son sus brazos y la luz aquello que lo sostiene pare hacer su
música. La cámara da vueltas alrededor de ellos dos y de la orquesta de Reykjavík.
Hay 13 músicos junto a su director Viktor Orri Árnason. Y en el minuto 5 con 41
segundos sucede lo que Carrère escribe de Argerich. Somos segundos, instantes,
latidos de un universo que nos ignora. Josin acaba de alcanzar su nota más conmovedora,
la orquesta la acompaña hacia el éxtasis de la canción y la cámara se pone a su
espalda y gira a la derecha. Ahí sucede. Ahí está. En el minuto 5.42 ya pasó.
Fue una mirada furtiva, pero menos de un segundo basta para una historia. Ella
mira a su compañera. La mira y sus ojos rápidamente huyen al suelo. La mira
¿con culpa? ¿Acaso pide perdón? ¿Acaso no puede contener sus ojos? Quiere
verla, necesita verla. No mira al director de la orquesta, está claro, solo la
mira a ella. Y ella, con el violín sobre el hombro, con la mano pendiente, con
sus grandes rulos y sus anteojos enormes parece concentrada solo en la voz de
Josin, en el tono, en la abstracción. No es más que un segundo, pero basta para
crear un mundo, para entender de fantasmas, para escuchar como la música se desvanece
de la forma más hermosa y para esperar que el video vuelva a mostrarlas, que
aparezcan otra vez, que se hablen, que lloren, rían, se abracen, se odien, se
feliciten, y todo en pocos gestos. O ninguno. Es la amistad, el amor, la
circunstancia: ojalá fuera Carrère quien incluyera esa mirada en un libro, él
sabría darle un sentido y no solo mirar una y otra vez la escena buscando su
significado a una mirada que no estaba escrita en ningún guión. Ojalá fuera
Carrère, él no necesita de sus lectores para completar los textos que escribe.