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domingo, 13 de marzo de 2022

La noche más larga

 

 

No me gustó Yoga de Emmanuel Carrère. O quizás deba escribir: Yoga es el libro que menos me gustó de Carrère. Y eso que disfrutó su escritura. Decir que en una época esperaba su próximo libro con devoción debería ser representativo, pero suelo hacer lo mismo con todos mis descubrimientos pasajeros. Ya no lo hago, al menos con Carrère. Pero (el pero mueve esta escritura) muchas veces un libro se justifica en unas pocas páginas. Y es raro que un escritor profesional no haga algo digno o brillante en 320 páginas. ¿No es eso la literatura? Un destello, un instante. No lo sé. Pero qué importa. Como poco importa mi relación con Yoga. Acaso lo leí mal predispuesto, en mal momento. Quizás había dormido poco, quizás otras lecturas me reclamaban. Coincide que había leído demasiados libros de Anagrama para tolerar uno más. A veces, como lectores, debemos repartir nuestro dinero en varias editoriales y evitar que la biblioteca sea monocromática, ictérica. Debo decirlo: había leído que la escritura de Yoga fue atravesada por el divorcio de Emmanuel Carrère y Hélène Devync y una parte del libro se suprimió. Entonces lo leí de ese modo: como un libro remendado. Mi conclusión improbable: Hélène Devync se vengó de su ex marido y se quedó con el alma del libro. Nada es más indiferente que el amor cuando se termina. Pero, a pesar de todo, Yoga tiene un momento único. Son tres páginas. Empieza en la 274 de la edición española y termina poco después. El instante de Carrère curiosamente es una expulsión de la literatura: invita a mirar la sonrisa de la pianista Martha Argerich mientras toca la Polonesa Heroica. Lo que nos invita es a mirar la sonrisa de esa mujer, poseída por la música, por la infancia. Curiosamente hace poco creí descubrir algo similar a lo que Carrère menciona. Curiosamente o no, si tomamos en cuenta que las lecturas nos condicionan en nuestra visión del mundo; lo que vemos lo vemos como leemos: caóticos, centrados, perdidos, tolerantes, embelesados. Ólafur Arnalds es un músico islandés. Llegué a él por algoritmos que predicen el gusto. Basta seleccionar dos o tres canciones y la magia se suena los dedos -chasquea, podría escribir influenciado por los libros Anagrama- para que la música se asemeje. En Netflix la imposición es más evidente, en YouTube si bien no es sutil al menos se hace tolerable. De Max Richter -The departure- y James Howard Newton -Hidden life- hay un paso, un click, digamos, hasta Ólafur Arnalds. Y resulta que durante el solsticio del 2020 a este buen músico islandés se le ocurrió tocar y filmar tres temas en tres momentos diferentes del día más corto del año. Y lo volvió a repetir en 2021. Sunrise sesión II: Es en este año, en 2021, donde sucede la misma magia que vio Carrère en el video de Martha Argerich. O parecida. El tema se llama The bottom line e inicia a las 11.14 am hora de Reykjavík, capital de Islandia. El lugar donde tocan tiene vista al mar, y también a la ciudad; a una ruta costera que en un primer momento se llena de autos con las luces encendidas, aunque ya debería ser de día. Josin es la cantante invitada. Josin tiene el pelo atado y usa una remera de mangas largas color piel. En sus rasgos hay tantas etnias como tonos hay en su voz. A primera vista su espalda parece desnuda, pero es el color de su ropa. Sus omóplatos se marcan, se pronuncian y tensa. La voz que vibra despierta sus manos, las mueve, las guía. Tiene una pollera gris que cae recta, que juega con su cintura: la sube, la oculta, la olvida. Canta enfrente de Ólafur Arnalds, sentado al piano. Ólafur Arnalds tiene un pulóver color arena en el frente pero que en la espalda lleva un gran, desproporcionado, recuadro azul. The sun always rises, dicen las letras negras en el recuadro. Las letras no empiezan a la altura de sus omóplatos, hubiera sido una linda simetría para esta ficción, pero están más abajo, a la altura dorsal, un poco antes de las apófisis lumbares y el cuadrado de los lomos. Ólafur Arnalds lleva el pelo rubio y en algunas imágenes, por el brillo, parece colorado; tiene una barba breve, desprolija, sus dientes se esconden bajo sonrisas fugaces y sus labios finos; cuando toca se lateraliza ligeramente a su izquierda; tiene una pequeña giba que nunca corrige por la posición: cae sobre su teclado como si fuera a desmoronarse: son sus brazos y la luz aquello que lo sostiene pare hacer su música. La cámara da vueltas alrededor de ellos dos y de la orquesta de Reykjavík. Hay 13 músicos junto a su director Viktor Orri Árnason. Y en el minuto 5 con 41 segundos sucede lo que Carrère escribe de Argerich. Somos segundos, instantes, latidos de un universo que nos ignora. Josin acaba de alcanzar su nota más conmovedora, la orquesta la acompaña hacia el éxtasis de la canción y la cámara se pone a su espalda y gira a la derecha. Ahí sucede. Ahí está. En el minuto 5.42 ya pasó. Fue una mirada furtiva, pero menos de un segundo basta para una historia. Ella mira a su compañera. La mira y sus ojos rápidamente huyen al suelo. La mira ¿con culpa? ¿Acaso pide perdón? ¿Acaso no puede contener sus ojos? Quiere verla, necesita verla. No mira al director de la orquesta, está claro, solo la mira a ella. Y ella, con el violín sobre el hombro, con la mano pendiente, con sus grandes rulos y sus anteojos enormes parece concentrada solo en la voz de Josin, en el tono, en la abstracción. No es más que un segundo, pero basta para crear un mundo, para entender de fantasmas, para escuchar como la música se desvanece de la forma más hermosa y para esperar que el video vuelva a mostrarlas, que aparezcan otra vez, que se hablen, que lloren, rían, se abracen, se odien, se feliciten, y todo en pocos gestos. O ninguno. Es la amistad, el amor, la circunstancia: ojalá fuera Carrère quien incluyera esa mirada en un libro, él sabría darle un sentido y no solo mirar una y otra vez la escena buscando su significado a una mirada que no estaba escrita en ningún guión. Ojalá fuera Carrère, él no necesita de sus lectores para completar los textos que escribe.