Ya
en las primeras páginas, Berlanga usa una frase de Rodrigo Fresán que funciona
como absolución de cualquier culpa: “Nada más obsceno y vano que intentar
contener la vida y la obra de un hombre en un puñado de líneas invocadas en el
tiempo y la distancia”. Berlanga aclara que la cita podría ser epígrafe de su
libro. En realidad, podría aplicarse a cualquier biografía, novelada o no,
extensa o breve: a cualquiera de los textos en que buscamos contar la vida de
los demás. La vida de Soriano está en este libro. Esta es la historia. Y la
vida de un hombre es también la vida de un país. De un momento del país, de la
suma de momentos en una república donde cada década trae alguna sorpresa y una
no tan sorpresiva crisis económica. Por eso los nombres que acompañan a Soriano
nos suenan a los nombres de los padres de personajes actuales o a personajes
actuales que son viejos y respetables, o viejos y despreciados: este es el
destino dual e indisoluble de todas las personas. En el libro está la magia del
exiliado que no se siente un legítimo exiliado, del amante de todos los gatos,
del hombre fanático de San Lorenzo que pasa los mejores años de su vida en el
barrio de La Boca, del hombre aún adolescente que inventa una crónica sobre el
Vía Crucis de Tandil para salir del pueblo y llegar a la Capital y las
redacciones de los diarios, del hombre que perfecciona sus historias de jugador
de fútbol de tal manera que ya nadie puede saber qué es verdad y qué mentira, del
hombre que viaja a Turquía y en ese mismo termina en Los Angeles buscando los
lugares y los héroes de tantas novelas y películas policiales y solo encuentra
la desilusión. En ese viaje también busca los escenarios de su primera novela Triste, Solitario y Final y lo abruma no
encontrar anda de lo que construyó en la novela: le parece un horror no haber
pegado una, pero se consuela pensando que había creado un espacio literario
autónomo que funcionaba. Berlanga dice que en esa época no había colectivos en
Los Ángeles y los personajes de Soriano esperaban el micro en la parada de la
esquina.
Voy
a detenerme en la primera novela de Soriano. Berlanga nos cuenta que Triste, solitario y final ganó el Premio
Casa de las Américas cuando un desahuciado jurado chileno, Ariel Dorfman,
cansado de leer tantas porquerías, se encontró con el libro de Soriano entre
los participantes. Soriano —nos dice Berlanga— era fanático del humor de Laurel
y Hardy, el Gordo y el Flaco, dos cómicos que se burlaron de la sociedad a la
que pertenecían y murieron en la pobreza: nadie se burla de la propiedad
privada y la autoridad en EEUU. Berlanga encuentra un texto del propio Soriano que
nos da las claves para leer esta novela. Y también el resto de la narrativa de
Soriano: Chaplin era golpeado y humillado, pero al final se elevaba sobre sí
mismo, vencía a sus rivales, rescataba a la dama en apuros y triunfaba. El
Gordo y el Flaco nunca hicieron justicia, ni la recibieron. “Sabían que eso era
imposible en la sociedad norteamericana donde los fracasados son seres
despreciables. Chaplin vendía ilusiones y tuvo su Oscar, su reencuentro con
Estados Unidos (en el mismo momento en que Nixon arreciaba sus bombardeos sobre
Vietnam); también tendrá su monumento. El hombre más grande de este siglo es
aquel hombrecito que ( ) triunfaba sobre la injusticia. En el fondo, la
ideología de la seguridad”. Andrés Barba, en un capítulo de su ensayo La risa caníbal, exonera nuestro humor
del pasado: ¿Éramos, cuando nos reíamos, de verdad tan insensibles, homófobos, sexistas, racistas?, se pregunta y
enseguida se responde: Tal vez sí, tal vez no tanto. ¿Somos verdaderamente
mejores ahora que tememos reír? El autor español aborda el hecho histórico de
que Hitler miró dos veces seguidas la película de Chaplin, El gran dictador. Y en algún punto parece coincidir con la mirada
que Berlanga nos cuenta tenía Soriano del cómico norteamericano: No parece
posible —escribe Andrés Barba— hacer una imitación de Hitler como la que hace
Chaplin en El gran dictador teniendo
(sólo) un bigote (postizo) en común. Chaplin tuvo que entender algo al mirarse en el espejo, algo no solo sobre Hitler
sino también, y necesariamente, sobre sí mismo.
Una
de las mayores virtudes del libro de Berlanga es generar la necesidad de la
lectura (o relectura) de las novelas de Soriano. Busqué en la biblioteca mi
ejemplar de la novela, una edición de 2003 de Seix Barral. Lo tengo en la mesa
de luz. El libro trae un acaso decepcionante prólogo de Eduardo Galeano y un
anexo sin título sobre la Génesis de la novela: entrevistas inéditas, notas,
una carta de Julio Cortázar. La novela está llena de diálogos que hacen avanzar
la lectura, pero, como toda novela iniciática, no funciona tan bien como lo
harán No habrá más penas o Cuarteles de invierno. El libro —el
objeto libro— tiene además una particularidad: está mal cortado en su parte
inferior. Incluso falta la mitad de las palabras Biblioteca Soriano, y el código de barras no alcanza a completarse
ni aparecen todos los números del ISBN. Por ese detalle, y por la letra que
parece fotocopiada, uno tiende a pensar que el libro corrió la suerte de tantos
otros best-seller de su época y es una edición pirata.
Berlanga
nos cuenta la relación de Soriano con su propia escritura y sus éxitos de
venta. Quizás los dos episodios más relevantes sean la crítica de Charlie
Feiling en Babel y un artículo del
propio Soriano en el año 1991 titulado con la pregunta ¿Cuánto vale un
escritor? La crítica de Feiling puede parecer exagerada o no, pero de cualquier
manera resulta impiadosa para el tipo de crítica que circula en el ambiente
literario. En cuanto al artículo, Soriano defiende su literatura y parece
decirle a la crítica que hay lectores que parecen odiar que en sus novelas haya
personajes, acción, un argumento. En su artículo enumera ganancias que al día
de hoy parecen inalcanzables, y también sostiene que no lo escribió solo por
él. O para él. Lo hizo casi por una cuestión de hermandad, de solidaridad
gremial en un mundo solitario.
En
el libro está todo lo que tiene que estar. Quizás la parte más emotiva —más
allá de la muerte del propio personaje— está en la muerte del padre de Soriano
en 1974 y la historia de su reloj. El reloj y la muerte son una metáfora para
alguien que nunca llegaba tarde a un encuentro. En el libro también está el
lugar para las peleas de redacción, las críticas y la autocrítica. Pasada la
dictadura Soriano dice “Aquí estamos, festejando sin victorias sin heroísmo y velando
muertos de pobre sepultura. ¿Qué hacíamos mientras los matábamos? La respuesta
es tan simple como dramática: alentábamos a San Lorenzo y a la Selección,
viajábamos a Miami y a Europa, no exiliábamos por miedo o por necesidad, nos
creíamos derechos y humanos mientras festejábamos con José María Muñoz a los
campeones del mundo.
Soriano
pasó el Alfonsinismo y llegó a la década de 1990. Ahí aparecen sus contratapas
desde donde recobramos un país perdido que muchos prefieren olvidar: Cavallo
era canciller, Erman Gonzales, ministro de economía, resuenan los apellidos
como Alsogaray, Yoma, María Kodama pierde un juicio contra Fanny la empleada
doméstica de Borges, y vienen las privatizaciones: desaparece Entel, desaparecen
los trenes y el mundo. Los periodistas referentes son Mariano Grondona y
Neustadt y Lanata irrumpe en la televisión. Durante todo este tiempo, Soriano
encuentra a su compañera en Francia, vive en La Boca y vuelve a Francia. Ahí
enferma. Ahí se apura a poner sus papeles en orden, sus contratos editoriales y
sus deudas por pagar. Como un gato, Soriano sabe que sus vidas populares se
gastaron. En el libro de Berlanga hay poco espacio para la muerte de Soriano y
eso se agradece: los días finales de cualquier persona son apenas unas gotas de
agua en el mar de una vida.