Hannah Arendt
Y un día a vos que das un taller literario, que te leen
tus amigos y te recomiendan conocidos y oportunistas, a vos que pasas horas encorvada sobre la computadora y días resistiendo a la
tentación de perder el tiempo navegando en internet para corregir un párrafo que no tiene solución, a nosotros los Iluminados de
la Contemporaneidad Impronunciable que buscamos un lugar en el mundo y promocionamos libros imprescindibles
todas las semanas, un día suena el teléfono y nuestra pareja nos dice que es un
llamado desde Milán y agarramos el tubo del fijo para escuchar, del otro lado,
una voz desconocida, chapucera, en un castellano apenas pronunciable, que nos
dice que es Milan Kundera y que estemos atentos porque nos pusieron en la lista
del Nobel. ¿Qué harías? ¿Creer o no creer? De eso trata “Un nobel de
provincias” anteúltimo cuento de Negar todo, el libro póstumo de Fontanarrosa.
Y algo similar sucede por estos días con el escritor argentino César Aira. Ya
el año pasado se lo mencionó en la lista. Lo mismo este año. Y lo que menos
importa es saber si es cierto o una mentira hermosa. Optemos, por una vez, en
creer. Abandonemos desconfianzas y suspicacias. Un argentino es candidato al
premio Nobel. Podríamos poner “Parece ser que un argentino probablemente
estaría entre los potenciales candidatos a un premio que podría corresponderse
con el Nobel” pero eso lo dejamos para los zócalos de la televisión y los
diarios. Podríamos discutir la legitimidad de un premio que le otorgó el
liderazgo de La Paz a un presidente yanqui. Podríamos debatir la calidad de
Aira, con opiniones válidas a favor y en
contra, con chicanas y elogios desmedidos; con lo que quieras. Pero lo que
llama la atención es tu respuesta ante el hecho, Pebete, Mujer Argentina, y la
respuesta que dimos los Iluminados. Hay muchas encuestas caseras en las
distintas redes sociales argentinas y las que apuntan a preguntar a quién
habría que darle el Nobel, no dejan de ser sorpresivas. Mencionamos europeos de
nombres impronunciables que parecen copiados de listas de Pripyat, o un
Murakami edulcorado en traducción de traducciones como grafitis que recuerden a
Fukushima, o yanquis jubilados (sí, hasta los escritores se jubilan), o
sudafricanos comprometidos con causa sociales, etcétera, etcétera. No está mal,
nada nunca lo está, pero es llamativo en un país que hace del patriotismo su
bandera, que se emociona porque jugadores de rugby lloran mientras suena el
himno, que se conmueve con la torre de Tandil y su lucha contra las lesiones,
que discute horas y horas en la improductividad defendiendo a una selección de
fútbol cuyos abanderados fueron condenados por evasión fiscal y a nadie parece
importarle, ese país, que privilegió lo nacional sobre el colonialismo, que se
emocionó cuando nombraron presidente de la corporación más vieja del mundo (con
todo lo que eso significa) como uno de los suyos y le cambiaron el nombre por
Francisco, ese mismo conjunto de ciudadanos, en materia de literatura hace agua,
se hunde, se globaliza: una parte de la cultura lejos de apretar filas detrás
de uno de los nuestros se ramifica y defiende su postura en pos de la
universalidad de las letras. Como si el deporte no fuera universal. Así, la
sociedad se divide en dos: para un lado la masa que se unifica en los mundiales
y la otra, pequeña como pseudópodos que divide y aplaudirá con entusiasmo al
foráneo que gane el reconocimiento de la academia sueca, sea quien fuere y sin
el menor deseo de leerlo nunca jamás. Esto no quiere decir que todos deberíamos
gritar la obtención del Nobel como un gol, ir a esperarlo a Ezeiza o cumplir
promesas de peregrinación a Luján si gana. Quizás, tal vez, lo que haya que replantearse
no sea eso.
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