El fin de año huele a compras,
enhorabuena y postales, con votos de renovación. Hasta ahí las ganas de citar a
Silvio así, con cercanía, como un amigo del secundario que perdimos, porque es
así, lo perdimos, se perdió, aburrió, pero algo queda: la nostalgia.
El fin de año tienta al resumen, a
las listas. El fin de año es un recuento de lo mejor: los mejores libros, los
mejores discos (perdón, al menos esa lista es obsoleta, y no sé qué es ahora,
¿lo mejor de spotify?) las mejores series, películas, días, partidos, jugadas,
orgasmos, abrazos, en resumen: los mejores dos puntos que inician la
enumeración.
Lo malo queda afuera, pero algunos
graciosos empecinados en ser diferentes reciclan ese material dando origen a
las listas del morbo. Listas que también venden. El consumo sirve para darle
utilidad y valor nominal a todas las cosas, aún las que detestamos.
Debo confesarlo, iba a hacer una
lista y también un resumen del año, iba a lamentar la ausencia en ciertas enumeraciones
y agradecer dos lecturas totales, una a cargo de Ezequiel Dellutri (Aire fresco) y otra en forma de diálogo entre Matías Bragagnolo y Pablo Méndez (Cuatro Chilanos para la eternidad), iba a hablar de la marginalidad
literaria, a quejarme, a bardear a dos o tres consagrados, a enaltecer algunos
amigos e idolatrar a un ilustre desconocido, pero terminé de leer dos novelas
que rescaté de una librería de usados del Uruguay y preferí hablar de las
lecturas al final de un año largo.
Una de las novelas es Boomerang, de
Elvio Gandolfo, edición de Sudamericana del año 2003, en esa colección de tapas
blancas que condensó toda una época. La otra novela (nouvelle) es El refuerzo,
de Horacio Convertini, ediciones Punto cero, 2010. No voy a hacer una reseña de
ambas, voy a contar lo que pensé después de leerlas. Convengamos algo, Gandolfo
y Convertini son narradores con todo el oficio, tienen la capacidad intacta
para sorprender, para no dejarte ver qué va a pasar, es decir, tienen un
recorrido que no hace falta nombrar así que lo acepto: fui a lo seguro.
Lo que más me gustó de estas dos
novelas es que los héroes no hacen nada de lo que se espera de ellos. Nada. Y
los finales no tienen nada de predecible, se salen de lo establecido. En el
caso de Convertini hay algo más, enfrentarse a una historia relacionada con el
fútbol y encararla desde el humor es una tarea difícil por la obviedad: la
sombra de Fontanarrosa todo lo cubre. Y sin embargo, Convertini encontró el
lugar exacto para contar la historia y le dio un final que lo aleja de las
convenciones. Gandolfo por su parte se enfrenta a un género más amplio, el
policial sin policías, y camina hacia el final de la historia como quién pasea
por Colonia del Sacramento, sin apuro, relajado. Y entonces, en algún momento
al leer Boomerang se me cruzó en la cabeza La uruguaya, de Pedro Mairal, esa
novela que estará en todas las listas del 2016, que tiene puntos brillantes y
yo mismo recomendé en la radio y vi con claridad todos los puntos en común que La
uruguaya tiene con la historia de Gandolfo, editada hace 13 años, y pienso,
para que se entienda y no se malinterprete que hablo de plagio y otras
gansadas, que es cierto lo que dicen: llevamos mucho tiempo escribiendo las
mismas cosas. Escribiremos siempre lo mismo, lo esencial: los seres humanos
nacen, aman, odian, desean, anestesian su moral y la de su descendencia y se mueren. No hay más y sin
embargo es tanto que nos pasaremos la vida y las próximas vidas engordando el
aleph ya escrito.
Pero no reneguemos, por suerte
tenemos la escritura, la forma más refinada de la oralidad. Basta con imaginar
qué pasaría si no tuviéramos computadoras, papeles, lápices, tintas, listas.
Todos contaríamos una y otra vez la Odisea, con infinidad de variaciones, pero
Odisea al fin. Como mil versiones puede tener una canción y seguir siendo la
misma cosa, segundos más, segundos menos.
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