De Ricardo Zelarayán en su novela“La piel de caballo”:
Regresaba de la calle. La luz de
un farol penetraba en ángulo por la de
mi pieza de la calle Reconquista. No encendí la luz. Tal vez para no ver mi
desorden solitario. Me bastaba el haz de luz callejero. En mi cama dormía un
personaje habitual que no me causó ninguna sorpresa. Era un pigmeo panzón y
cabezón, dolicéfalo como yo, desnudito él. Lo saqué de allí sin despertarlo
como si lo hubiera hecho otra vez. Lo puse de través en los pies de la cama.
Enseguida me acosté, y mientras pensaba, antes de dormirme, lo sentía sobre mis
pies. En determinado momento dejé de sentirlo. “¡Bah!”, me dije, “¡se habrá
caído otra vez! Ya subirá.” Al despertarme, la mañana siguiente, era el
pigmeíto panzón y cabezón, y recordaba vagamente que en algún momento de la noche, mientras dormía, un hombre grandote me había sacado y tirado de la
cama. ¿Quién sería ese grandote?, me preguntaba yo.
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