El
contenedor es un evento social. Decir que congrega al barrio es exagerado,
parece un paso en falso para volver al realismo mágico, pero casi es así. No
congrega, pero atrae. Y aunque al principio aparecen unos pocos vecinos y algún
que otro automovilista alerta, el paso de las horas aumentará su atracción.
Contenedor es, también, una palabra horrible. Parece que nombrara a un señor
grande y afectuoso que va a darle un abrazo a quién lo necesite junto con un
paquete de pañuelos descartables y una barra de chocolate con la marca del
difunto zar heredero de la fábrica de chocolate; pero no es eso. El contenedor
es un hermano menor de las grandes moles que trasladan los barcos de puerto en
puerto y que en la ciudad sirve para acumular los cambios de estilo. Las
cicatrices del paisaje de hormigón van a parar a los contenedores. Tendría que escribir
containers, pero ¿no genera rechazo emplear palabras que leerlas deben
pronunciarse de otra manera? Orsai se llamaba la mítica revista, y estaba muy
bien. Tendría que escribir conteiners, pero no. Porque no hay que detenerse en
la palabra, hay que hablar del sentido social del recipiente. El cambio que
inicia su presencia es material sociológico, quimérico y, por supuesto,
económico. En primera instancia se llena de los desechos de la obra de sus
contratistas: cañerías, muebles, etcétera. (El etcétera funciona como pereza
enumerativa, son tantas las cosas que se desechan que perdería el sentido hablar
de armarios, hornos, termotanques, maderas y todo lo demás) En segunda
instancia, la hipótesis: el desecho de unos es oportunidad de otros. No es un
máxima nueva ni original, pero se repite y la repetición la legitima. Los
vecinos buscan. Los cartoneros buscan. Las personas sin ninguna necesidad de
acumular despojos se ven tentadas y buscan. Si este fuera el cielo, no quedarían
estrellas. Pero no es así: no funciona así. El ciclo se completa, de lo
contrario el recipiente se vaciaría en pocas horas: los obreros ni siquiera
deberían tirar ahí los escombros: se formaría un cordón humano que entraría
hasta la casa y se llevaría todo lo que considerara útil, incluso cosas que los
dueños no desechan: la obra se convertiría en un saqueo. La demolición de lo
privado. Pero como está tácitamente establecido, ese no es el ciclo. El
recipiente nunca se vacía. Esos mismos vecinos que buscan, también esperan para
tirar ellos sus sobras. Los desechos del barrio van a ocupar espacio que no
deberían ocupar y lo que debe ser para una sola casa termina siendo el lugar
donde todos los desperdicios confluyen. Como una cloaca, pero a plena vista y
donde todos pueden buscar lo que no necesitan. El nivel de desperdicio sube y
baja. Algunos dejan otros llevan. Y todo pasa por ese espacio que se creó en el
barrio, más eficaz y atrayente que una sociedad de fomento. ¿A qué apunta todo
esto? A la plataforma por la que se van a publicitar estas palabras. Y lo que se
intenta hacer: publicitar. Sin hablar de ventas ni de noticias porque, es
sabido, los medios tradicionales mienten. Operan. Favorecen y perjudican sin
rubor ni remordimiento. Queda claro con la manifestación de esta semana: El canal que pasaba los cacerolazos hace un año no
los pasa hoy y habla de un atentado lejano, el que no los pasaba hace un año
hoy los pasa con pantalla dividida para mostrar distintas partes de la capital.
La
información en los medios tradicionales es probable, parcial, tendenciosa, se
equilibra para el lado del poder. Facebook ocupa, entonces, el lugar donde se
busca la verdad y, prematuramente, se
vuelve el contenedor, container, conteiner, de los que quieren saber qué pasa.
Pero la realidad de Facebook es la realidad del contenedor y tampoco es cierta.
Peor aún, ni siquiera es propia: alguien puso ahí ese contendor/plataforma para
que los dueños de casa la llenen. En Facebook se hace lo mismo que hacen los
vecinos de una casa en reparación, y ya se sabe: nadie miente tanto como el
propietario y sus colindantes. Cada vecino busca en la basura lo que le sirve,
lo que le es útil y le permite magnificar su postura. No importa si es cierto o
no, lo único que importa es que alguien entienda quién tiene razón. Facebook es
el recipiente de verdades y mentiras, de bajezas y pedidos, es el recipiente que
ve el desfile, ve el toma y trae, el lleva y devuelve de los desperdicios
ajenos y propios. Y para peor, el recipiente etiqueta, comparte y hace todo lo
que quiere con la basura: la recicla y la regenera. Cada día es más difícil saber
qué es cierto y qué no. Los vecinos apagan la televisión y no abren el diario
porque ya no creen, aprendieron a desconfiar de los titulares, a leer
entre líneas. ¿Qué hacen, entonces? ¿Leen a los amigos virtuales de Facebook?
Sí, claro. ¿Y qué buscan? Alguien que piense como ellos. Alguien que tenga la
misma vergüenza en su casa y la saque para exponerla. Los vecinos hacen uso de la
mugrosa palabra y la reciclan en sobras, con la esperanza de convencer a otros
vecinos. Pero los vecinos de los vecinos, aunque dóciles, son vanidosos, espían
detrás de las ventanas, se felicitan en el reflejo de cualquier pantalla de
computadora o teléfono celular cuando tiran la basura en un contenedor ajeno pero
se enojan si ven nos ven caminar hacia sus cómodas casas llenas de verdades con
bolsas de basuras ajenas.
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