Los clásicos
Por cuestiones de mudanza los libros
están guardados en cajas. Las bibliotecas están desarmadas y las cajas las
apilamos desparramadas por toda la casa. No hay orden en el interior, lo que
primó fue que encajaran los libros según su tamaño. Cuando llegué el momento –que
nunca llega– se acomodarán. Quizás en un primer momento los ordenaremos por
colores, desafiando la lógica de acomodarlos por autor y por países que solemos
usar, y definitivamente ignorando el sistema de las librerías que agrupa los
libros por sus contenidos: narrativa, poesía, ciencia, filosofía y algún que
otro estante donde incluir los ejemplares imposibles de clasificar.
Ayer moví una pequeña e inocente caja
que en un rincón de la habitación tapaba una llave de luz. El miedo fue consecutivo
al esfuerzo, y no por el peso. El miedo vino con el tacto. Noté algo raro en el
cartón, algo tan previsible como indeseable: la caja estaba húmeda. Muy húmeda.
Casi mojada. De inmediato, y presa del pánico como el personaje de un autor
clásico, miré la pared detrás de la caja: ahí estaba la respuesta. Después me
arrodillé y toqué el piso y confirmé el diagnóstico: la humedad había invadido
ese rincón y por contigüidad la caja. Aún de rodillas, levanté la tapa y saqué
los libros con las manos temblorosas del personaje de autor clásico. El olor me
invadió, inconfundible. Vacié la caja. Los libros que estaban más abajo, en
contacto con el piso, fueron los que llevaron la peor parte. Tres libros de
José Camilo Cela hacían de soporte y uno de ellos, Gavilla de fábulas sin amor
con ilustraciones de Picasso, fue el que se llevó la peor parte. Me senté y
sentí una desolación absurda. La angustia no tenía justificación. Son, apenas,
libros. Son objetos coleccionables, el dinero que los acumula también los hace reemplazables.
Ni el más incunable de ellos lo será por siempre: existen las reediciones, las
modas, las casas de usados, los canjes, las bibliotecas que muertos sus dueños
pasan a otras manos. Y aun así, y aún ante el razonamiento y la certeza, sentí angustia.
Una explicación –la única que me queda después de una noche de insomnio
repasando la escena– es entender que los libros también morirán. Que no estarán
por siempre, que todo el tiempo que les dedicamos se perderá. Siempre pensé que
una de las pocas cosas que dejaría al morir sería mi biblioteca, que estaría
para siempre, no importa en qué lugar, en que familia, en qué lugar encerrado y
oscuro, siempre estaría. Y ahora, entender que no será así, entender que la
humedad o el tiempo destruirá cada uno de mis libros, hace desoladoramente inútil
la existencia, el efecto contrario al que experimentamos cuando leemos una historia que simplemente nos gusta.
Memento mori
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