En
las peluquerías agradezco la brevedad y el silencio; la primera instancia a
veces se da, la segunda es una ausencia constante. En Colón suelo ir, en viajes
relámpagos y esporádicos, alternativamente a dos peluqueros. Uno es rápido y
memorioso: sabe de dónde soy, recuerda qué auto tengo y la edad de mi hijo. El
otro es rápido, también, pero desmemoriado; o no le interesa recordarme. Cada
vez –el desmemoriado– inicia un diálogo breve que decae a medida que nota mi
poca cordialidad. Como dije, suelo ir a uno u otro. Están en la misma calle,
los separan tres cuadras. Si el primero está solo, entro. Si hay gente, sigo al
otro y generalmente quedó ahí. O también lo postergo para el día siguiente. El
desmemoriado fue al último que visité. Cuando, como todas las veces, me
preguntó de dónde era y le contesté “De Mar del Plata”, primero marcó con las
cejas esa duda clara, ese no entender cómo alguien que tiene todo el mar a su
disposición lo cambia por un río. Pero no dijo nada de eso, en cambio
sentenció: “Ah, Mar del Plata, donde tienen el intendente nazi”. Es Enero del
2019, vale aclarar. No hablamos mucho más, le conté alguna aventura de la
ciudad y su desdicha –el paro municipal, las paritarias y su ausencia, las
multas en la ciudad, los semáforos en las rotondas– y él cambió el tema por la
altura del río. De su río. Cuatro metros, me dijo. “Si sigue creciendo se
termina la temporada. Porque acá también, como en toda la bendita economía del
país, dependemos de Brasil. Si llueve en Brasil, nos ahogamos”. Para el otro
peluquero, para el que me recuerda sin esfuerzo, debo esforzarme más para
obtener sentencias y frases llenas de sentido y perfección. Frases cortas,
diálogos filosos: la premisa, la regla de oro de la literatura contemporánea. La
última conversación que recuerdo la logré citando –sin mencionar a su autor–
una idea de Pessoa: que el oficinista no sabe qué hacer si lo dejan salir una
hora antes de lo habitual de su lugar de trabajo. Pessoa habla algo así como de
la inseguridad que nos genera el mundo no conocido, y concluye que esa
inseguridad termina por ahogar al oficinista que incluso puede volver a
encerrarse en la oficina, a dejar pasar el tiempo que debería ser libre. El
peluquero memorioso se tomó un minuto, o dos: y aunque no dijo “Esas son cosas
de porteño” porque asume que por ser de Mar del Plata soy porteño, lo pensó. Sé
que lo pensó. En cambio dijo lo segundo que debió venir a su mente: que esa
frase, con todo respeto, le parecía una pavada: “Yo sé perfectamente lo que
haría, bajo las persianas, me voy a almacén, me compro una cerveza bien fría y
me voy para el río, o mejor, para donde quiera que estén los míos”.
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