Le conté que estaba leyendo a Pascal Quignard
con ánimo de encontrar un hilo conductor en su obra enorme. Le hablé de Butes
(el argonauta que salta cuando escucha a las sirenas), de Rachord (el rey de
los frisones que antes de convertirse al cristianismo pregunta a dónde fueron a
parar todos sus antepasados muertos) y de Julio César (el que quizás no necesite
presentación) paralizado frente al Rubicón y, según Suetonio, consciente en su
inmovilidad de que todo habría de cambiar al atravesar ese río. Bernabé Tolosa,
a quién considero mi amigo y a la vez mi mayor rival en la búsqueda permanente
de libros usados y lecturas nuevas, me recordó una escena del Evangelio según
Jesucristo: José Saramago toma el pasaje bíblico de Jesús en la barca y lo pone
frente a Dios en un diálogo lleno de retórica y mentiras. El Diablo llega
nadando –me contó Bernabé Tolosa– y no me acuerdo si se sube a la barca o no,
creo que se queda con los brazos apoyados mientras Jesús le exige a Dios saber
qué pasará después de su muerte. El énfasis de su explicación me hizo maldecir
las horas por delante hasta llegar a casa para poder buscar el capítulo del libro.
En la espera del día, creí encontrar en esa exigencia del Jesús de Saramago un
reclamo similar al del rey Rachord que describe Quignard. El rey quiere saber
si sus antepasados, los que no conocieron esta religión nueva que viene a ser
el cristianismo, están en el infierno. La respuesta es sí. Jesús quiere saber
qué pasará después de su muerte. La respuesta es que vendrán más muertes, y
todas sin sentido. A la noche, por fin, leí el capítulo. Y esto es lo que
quiero contar: lo encontré tedioso, aburrido, muy distinto a la idea desde la
oralidad, desde la pasión con que me fue narrado por la mañana. Pienso que
muchas veces en la idea está la gracia de una historia, la maravilla, y no en
la ejecución. Muchas veces lo que pensamos no se adapta a la escritura, o
aquello que recordamos es mejor que lo que vamos a leer, sobre todo si se trata
de relecturas de otros tiempos. Cuando los libros eran otros, cuando nosotros
éramos otros lectores. No mejores, pero sí no tan inocentes. Pienso que las
primeras lecturas se parecen a la infancia: hay un contacto tan simple con las
historias que todo lo que tocamos se vuelve oro. Para los primeros libros
seremos el rey Midas extasiado por convertirlo todo en oro, para los últimos
estaremos hartos, muertos de hambre, encandilados de tanto oro, esperando un
libro que sea honesto, real. Le avisé a Bernabé Tolosa que no cometa el error
de releer el capítulo, que se quede con la imagen que su mente evocó, con la
idea que modificó y convirtió en el recuerdo de algo que no fue. No sé si me
hizo caso. No sé si lo hará. Me comentó que la historia le podía servir para actualizar su página El Escribiente y quizás sea mejor que lo hago, quizás no haya que resistirse a la tentación de volver a leer algo que consideramos hermoso. El desengaño es un ejercicio solitario, como la lectura. Lo que se
comparte, la idea, no siempre se puede hallar en el texto que nos recomienda.
Lo que está, incluso en los libros que leímos, es algo que cambia, como el río,
como Rachord, al entender que el pasado es lo único que no nos pertenece.
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