Texto para la presentación de
"Ana, la niña austral" novela de Esteban Prado
"Ana, la niña austral" novela de Esteban Prado
19 de Junio 2015. En Bon Vivant
Hay
un cuento tradicional italiano “El hombre que sólo salía de noche” reunido en
un enorme libro con el cual Ítalo Calvino planeó convertirse en la versión
italiana de los hermanos Grimm. El cuento habla de una mujer que se casa con un
hombre que sólo aparecía de noche y del que todos desconfiaban, por obvias
razones. En la noche de bodas, él le confiesa su secreto: está maldito, de día
es una tortuga y de noche un hombre, y el hechizo solo puede romperlo si ella
le es fiel mientras él da la vuelta al mundo. El relato se centra en las
vicisitudes de la mujer que espera y debe cumplir su parte, pero a mí me quedó
en la mente la otra historia: la de la tortuga que recorre el mundo para ser
hombre de noche o viceversa.
Cuando
me invitaron a esta charla me dijeron que leyera un texto propio para hacer
informal la presentación, no me gustó la idea, me quejé pero cómo el tipo que
protesta después que lo expulsaron y le cobraron penal en contra, me dejaron hablar
y hablar y siguieron en la misma postura. Claro que me quedaba la última
palabra, y es esta. Pero no quiero ser irrespetuoso. No voy a hablar de la
novela porque eso fue lo pactado. La leí en tiempo récord, porque ese es el
tiempo al que te arrastra y cómo me pasó con el cuento popular italiano, esta
vez elegí dos personajes transitorios para seguir sus pasos y hablar de la
novela a mí modo:
Primera extensión de la
novela: El jefe, Javier.
Llevo
meses así. Disgregado. Doble, triple, infinito. La realidad está alterada por
dónde se la mire. Las cosas más simples no son ciertas. Despierto, hace meses,
o años, con alguien en la cama y no sé si apenas dormimos sin tocarnos o
cogimos como nunca antes en mi vida. Tampoco me animo a preguntárselo a mis amantes
de ocasión. Mejor que se vistan, mejor que se vayan sin hablar dando las cosas
por supuestas. Y así con todo. Hace un mes Luis se amputó un dedo operando
maquinaria. Faltó dos semanas al trabajo y finalmente, a pesar de la ART y el
juicio, le dejé regresar a su puesto. Me impresionó mucho volver a verlo, sobre
todo porque veo su mano completa, y no sé si alguna vez dejaré de ver el dedo
que le falta. Su mano tiene cinco dedos para mí y eso voy a declarar en el
juicio, aunque me crean loco. Ya saben que soy puto, la locura los sorprenderá.
Con el asunto de la niña austral fue distinto. Lo creí de inmediato. Acepté la
divergencia entre lo real y lo fantástico. No dudé, ni me lo permito. Busqué en
Google. Encontré miles de entradas, demasiada información y nada que yo pueda
retener. No entiendo al mundo en el que vivo, ya no lo conozco, menos podría
entender otro mundo y otras reglas: Dios, Adán, Eva, la teoría creacionista, el
big bang, las partículas elementales, la teoría de las cuerdas, el universo en
la espalda de una tortuga, la materia negra. No tengo dudas de que venimos del
caos: ya desde el primer renglón es imposible ponernos de acuerdo. La niña
austral es otra historia en el caos de la historia. Un producto, una
consecuencia. La verdad o la leyenda de gusto
agridulce. Y no lo puedo entender. No puedo distinguir entre una mujer
cualquiera y una niña austral, así como no puedo distinguir si fui a un
concierto o creo que fui porque vi el videoclip en la televisión. Soy un
imbécil que grita “yo no soy nadie” cuando cree serlo todo. No quiero aparentar
ser una cosa, ni quiero ser esa cosa. Por suerte no soy una niña austral. Ni
siquiera comparto la dicha del sexo. No puedo ni quiero pensar. Tengo miedo de
ser cruel para ser amable. De criar a un perro con tiranía para que salga
bueno, o de criarlo con libertad para que no sea malo. Hago click en un vídeo
de youtube porque una masa de anónimos hace lo mismo. El título dice “La niña
austral” pero no es lo que yo quiero ver. Yo quiero ver que no soy una mentira.
Que solo estoy disgregado y perdí la capacidad de distinguir si el mundo es
real. Para sentirme humano empecé a usar perfume y tengo una horrible
alergia que me pone roja la piel del cuello y me hace arder los dedos de las
manos. ¿La niña austral podrá usar perfume para su amante? No soy educado, si
entro a un lugar no saludo, si sube un viejo al colectivo cierro los ojos y me
hago el dormido. Las mujeres que trabajan conmigo se quejan todos los días que
soy una insufrible. Los hombres que duermen conmigo dicen que soy poco
cariñoso, que ronco, que tiro de las cobijas y me olvido si ellos tienen frío o
no. No hablo mucho y cuando lo hago digo cosas fuera de lugar. Nadie parece
entender mi sentido del humor. Algunos dicen que es un humor difícil de entender,
yo digo que son unos idiotas. Si me piden en la calle sólo doy cuando tengo
miedo. Si me gusta un hombre, prefiero perderlo antes que decírselo. Si como en
la cama, me gusta que queden migas entre las sábanas. Me gusta despertarme a la
mitad de la noche y sentir que las pequeñas cáscaras filosas de pan se clavan
en mi piel, como caricias de la niña austral. Me gustaría saber un poco más de
la niña austral, entender si a él lo calentaba el lado fantástico o sólo era
amor, si lo excitaba cogerse una leyenda o se sentía un muñeco, el títere de
una historia escrita y repetida desde el principio de los siglos. Si lo vuelvo
a ver, se lo pregunto. Si lo vuelvo a ver le digo que la niña austral me daba
miedo. Sus ojos, su pelo, todo lo que nunca vi de ella me asustaba. Ni siquiera
la vi en sueños porque no distingo el sueño de la realidad. Si lo vuelvo a ver
le hablo del miedo que sentía por ella y también le digo a él que, a pesar de
qué sé que es insoportablemente heterosexual, me gustaba un poco. Un poco bastante.
La hermana de Córdoba
El recuerdo de la última
vez que vino mi hermano a casa es difuso. Se mezcla con nuestra infancia. Ahora
soy vieja, soy una rama que no aguanta el peso y vuelve al suelo, y todos esos
recuerdos no tienen el mismo sentido. Las canciones que bailábamos con mi
hermano ya no se escuchan en la radio y caigo en sentimentalismos que antes
odiaba. También hago enumeraciones desmemoriadas y pienso que todas las mujeres
y todas las piedras son igual de intuitivas. Hoy el día dura lo que duran las
noticias repetidas de la televisión. A veces son semanas, a veces una hora. El
sol y la luna son recuerdos que viven afuera de esta habitación.
La última vez que nos
vimos, nos acordamos de cómo la abuela se enojaba porque yo me comía las uñas.
No sé porqué hablamos de ella. Sí sé que ahora, que soy la más vieja de la
familia, no tengo dientes para masticar las uñas que sobresalen de mis dedos.
Esa última vez, mi
hermano me prohibió las lágrimas, las despedidas, la nostalgia. Dijo que lo
aprendió de Ana. También me prohibió que repitiera los juegos de nuestra
infancia; es un detalle hermoso que te prohíban cosas que no recordás. Para una
mente vieja, fragmentada y caprichosa, cada recuerdo es un tesoro. Cada memoria
que regresa, un regalo de la vida. Por ejemplo: tengo ganas de pisar esos
bichos pequeños y duros que son las cucarachas engordadas por la humedad y la
basura que se acumula afuera, en el
patio al que ya no salgo. Las cucarachas entran por los agujeros que se hacen
en el marco de la puerta, en la ventana, en las grietas de la pared y el techo.
Son como los recuerdos, se abren camino donde no hay lugar para volver. Las
cucarachas hablan, murmuran. Duermen en mis chinelas, en mis vasos de agua, en
el baño sin puerta que miro desde la cama. Y yo las odio. Quiero –deseo–
pisarlas. Sentirme Dios. Porque el día que muera, pequeña y encorvada, con la
piel reseca de mi cáscara, ese día quiero sentir que alguien pone su pie
descalzo sobre mí –como quiero hacer ahora con estas cucarachas– y su pie
descalzo sobre mí, aplasta mi cuerpo sin sentir asco ni amor ni nada, sólo la
necesidad de cumplir con su trabajo odioso e imprescindible.
Ese día bajará la marea, la playa se llenará de
juguetes. Habrá camiones de plástico color rojo con pececitos amarillos y
negros atrapados en la cabina del conductor. Habrá muñecos semienterrados que
no escapen de la arena. Habrá pelotas. Tanques de guerra. Osos de peluche.
Mesas para té. Rompecabezas incompletos entre caracoles rotos. Y alguien dirá
que la vieja que murió conoció a una niña austral. Y cuando suba la marea, el
día de mi muerte, la ciudad quedará bajo el agua. Las vecinas subirán a sus
hijos en los botes amarillos y esperarán. Los hombres cargarán los televisores
sobre sus cabezas. Los enfermos nadarán en sus camas de hospital y, mientras
algunos huyen al horizonte, otros visitarán a sus parientes sanos. Los presos
tomarán sol en los techos que sobrepasen el nivel del agua, los fieles buscarán
a un viejo llamado Noé. Todo eso sucederá, pero nadie malinterpretará los
signos. No pensarán que fui una niña austral. Sabrán que mi hermano conoció a
una. Seré una simple vieja que muere, como las cucarachas. Aunque si mi viviera
mi esposo él podría refutarlos: hubo un tiempo que fue hombre y fue tortuga y
yo hice de todo para liberarlo de la maldición. Esa es la magia que le dejo al
mundo, además de dos hijos y todos mis nietos.
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