Es un año largo.
Es la sensación más rara del mundo: bajar los brazos vale la pena. Esto que
hacemos (pluralizar para sumar adeptos) sirve para justificar nuestra
inutilidad. No le servimos a nada, somos fusibles para engordar mercaderes
desconocidos que comercian con nuestras neuronas: antes fueron curas, ahora ni
siquiera los vemos. Nos dan las palabras (insistimos con el plural y el
anonimato, trillado: deberían prohibirlo, o modificar el corrector automático
del Word para que se suprima automáticamente) nos dan las redes sociales y
vivimos pendientes: un me gusta, un comentario: mendigar está al alcance del
meñique de un amigo desconocido a punto de apretar el enter. Mendigar es darle
monedas al que te limpia el vidrio del auto en el semáforo, dejanos vivir
nuestra vida costumbrista, llegar a casa. Estamos a punto de bajar los brazos.
Y lo peor sería que nos mantengan artificialmente vivos, que nos conecten y nos
hagan buscar un nombre que no aparece más que un blog encriptado. Es miércoles,
debería estar lloviendo. La veda electoral parece no llegar nunca y todos están
tan agotados de sí mismos que se derriten. Debería haber un pequeño yo en cada
gota de sangre, eso creían en tiempos de Galeno: musculosos hombrecitos y apacibles
mujercitas vivían en cada célula. Así debería ser, ir por la vida con un
alfiler y darse un pinchazo a cada rato para dejar que una gota de sangre caiga
y los habitantes de nuestros glóbulos rojos saquen plata del cajero automático
o voten el domingo. El que tiene más sangre en las venas, viviría mejor. Tengo
hambre (no abuso del plural porque delataría la voz extra que dicta) el calor es
insoportablemente pegajoso y no tengo otro plan más que la venganza. Prendo la
televisión. El primer diálogo que leo subtitulado con el volumen en cero es el
final perfecto: Hace muchas horas que manejo y no quiero llegar a Porto Alegre
oliendo mal.
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