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domingo, 22 de febrero de 2015



Hace unos días, junto a Paula Fernández Vega presentamos la novela "Méndez" por segunda vez en Mar del Plata. Para esa noche, ella preparó este texto que le pedí para publicar eternamente agradecido. El evento fue en Bon Vivant, y gracias a la organización de Gonzalo Viñao.

Dice Paula de Méndez:

No es un libro local. No es un libro de autor. Ni siquiera es un libro policial. No importa si es Méndez, Fernández o Stravinski. Si es contador, abogado, cirujano, barrendero. Si matan o no matan a alguien. Si hay escenas eróticas, mafiosas, graciosas o filosóficas. Si es en Mar del Plata o en Esquel. Méndez es un libro sobre los hombres. No estos ni aquellos, ni sobre el hombre que lo escribe o un amigo que le contó una historia. Es un libro que retrata al mundo. A la dinámica del mundo, al funcionamiento actual. A las consecuencias nefastas que pagamos por vivir en él. Y al indiscutible destino que nos espera a todos si aceptamos que tener un título y una familia es la única vida que merecemos. Un destino que ya está escrito en el contrato que nos dan cuando todavía no sabemos leer. A propósito: todo está hecho a propósito. La estructura del mundo está hecha para el encaje, el sometimiento y la sumisión. Hasta que algo estalla.

Ahora está pasando. Quizás no antes. O de otras maneras. Hubo revoluciones, tomas de bastillas, grandes guerras civiles, marchas y cortes de rutas. Ahora, quizás, el método es el estallido de la neurosis. Aunque parece lógico que a través de los anos la gente aprenda, es aquí donde se produce la contradicción: la gente desaprende. Nadie incendia iglesias, ni bancos, ni mata reyes. La gente se resiente. Se pone roja, cada vez más roja, cada vez más harta. Hasta que llega a un estado de queja permanente que lo redime de las culpas. Porque la única forma de sobrevivir es sentir que la culpa es de otro. Algunos no pueden. Algunos saben que la culpa es suya. Que si no sabían leer cuando firmaron el contrato, pudieron simplemente no firmarlo. Pero lo hicieron. Y soñaron todas las noches y se dejaron decir: eso es absurdo. Y de entre todas las chicas, eligieron la más idiota. Y de entre ponerse forro o no, eligieron no ponérselo. Y de entre seguir contador o profesor de cerámica, eligieron contador. Pero no querían. Nunca quisieron. Y de eso fueron ardientemente conscientes toda su vida. Hasta que alguien les dijo: si tanto te molesta ser lo que sos, mejor que te moleste que los demás sean lo que sean. El efecto de trasmisión es el más efectivo. Científicamente comprobado. El resentimiento a lo sumo te consume, te vuelve un hijo de puta, te vuelve más solitario. Pero no te mata. Y hay pastillas, sueros, hospitales, geriátricos, programas de televisión, para que tu corazoncito siga latiendo mientras toda tu familia te tiene la vela resintiéndose también, en secreto, pero siempre echándote la culpa porque 'vos sos el que se muere'.


En esta novela, la conciencia, como ya no impulsa, ya no lucha, ya no se mantiene viva para cambiar el mundo que es capaz de ver, cae. Violenta, sangrienta, torpe, rebota, vuelve a rebotar, deja huellas, evidencias, ridiculiza, desespera. Es fea y monstruosa, tiene mil patas, y cuando muere, todavía tiene espasmos. Y uno la mira, esperando que desaparezca. Todos saben que cuando viene, no puede irse. Quizás por eso nadie la llama. Por eso viene sola. Un libro no debe ser más que eso, y este libro lo logra: un empujón a cada conciencia para que acabe por caer en el abismo en que baila hace años y años, jugando al vértigo pero siempre volviendo al refugio del automatismo. Este libro nos dice: no, un día no se puede bailar más. Un día se prenden las luces y uno ve que esta ahí, ya sobrio, todavía solo, que el celular le vibra insistentemente y que nadie decide irse del mundo a menos que lo haga de un modo desesperado. Y a través de los intentos, uno se cansa. Intenta vacaciones y amantes, películas y nuevas posiciones en la cama, intenta amigos drogadictos con historias curiosas y cursos de yoga y mantras. Pero la conciencia sigue colgando su piecito. Un libro lo tiene que empujar. Méndez lo empuja.