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domingo, 29 de mayo de 2016


Cómo vender un libro

Busque lo que se busque con la escritura, fama, excelencia, una forma de vida, una purga, una vía de escape, prosperidad, erudición, pertenencia, para lograr cualquiera de estos objetivos hay que aceptar la premisa que dará sustento a la idea:  la venta. No importa la concepción comercial o altruista del autor, los libros, una vez vencido el proceso de edición, hay que venderlos.
Sí, los libros también se pueden regalar. Un autor puede financiar de su bolsillo la edición y regalar todos los ejemplares, pero daría la sensación que saltea un paso necesario en la lectura: el deseo. Un libro regalado no siempre es un libro que se desea leer. Muchas veces no lo es ni siquiera uno comprado con todas las reglas del capitalismo. Por eso, para obtener lo que todo escritor busca, primera debe vender. Y para vender necesita la publicidad.
Siguiendo a John Berger podemos decir que la imagen publicitaria es una cosa del momento: mensajes que duran un instante y que estimulan la imaginación por a) el recuerdo o b) la expectativa.
La publicidad nos bombardea, está tan presente en nuestras vidas como el nitrógeno en el aire: ahí está, no lo necesitamos, no lo usamos, pero la naturaleza nos hace creer que no podríamos vivir sin ese componente.
La publicidad es competencia que parece noble: está destinada a mejorar nuestra vida. Pero, aunque fuera cierto, ¿en qué  le puede mejorar la vida un libro a una persona? En nada. A no ser que mienta desde la publicidad y que esa mentira sea tan hermosa que sea preferible creerla. ¿Será ese uno de los principios básicos de los libros de autoayuda? Pero, ¿cómo hacer que una mentira parezca hermosa? Un recurso es la identificación. Funciona a la inversa en los libros donde se enumeran las patologías. Una enfermedad cualquiera cuenta con una definición, una epidemiología y un conjunto de síntomas que permiten el diagnóstico. Si la definición es vaga, lo son aún más los primeros síntomas: “decaimiento, ansiedad, pérdida de apetito, malestar abdominal”, cualquier lector se identifica de inmediato con uno o todos esos síntomas y es la semilla que crea la posibilidad de padecer esa enfermedad que está leyendo. Los buscadores de internet aumentan esa posibilidad de enfermedad universal, la publicidad aumenta nuestra necesidad de cosas que no necesitamos. Entre esas cosas, los libros.
Y aunque cuando compramos un libro parezca que en realidad optamos entre varias opciones, no la hay. La única opción verdadera somos nosotros: el lector se va a modificar con el libro, no el objeto. Entonces, podríamos inferir que lo primero que debemos ofrecer es que el libro a leer nos va a mejorar. Y lo segundo, es que esa transformación sea real, y no una mentira. Pero esto es prácticamente imposible, ¿cuántos libros pueden entrar en ese catálogo? Se pueden contar diez, o veinte. Y no más. Y esa cantidad es un número despreciable si pensamos en la industria del libro. Entonces, sin salirnos de este camino, podemos decir que la transformación debe existir y debe ser real, pero que el libro no nos dará el cambio desde su contenido, sino desde su fama. Es decir, haber comprado (y leído) el libro objeto, nos hará envidiables. “La fascinación radica en ser envidiado. Y la publicidad es el proceso de fabricar fascinación”, escribe John Berger. ¿Cuántos libros que deberíamos haber consumido, o tener en la biblioteca? ¿Cuántas veces sentimos envidia cuando un amigo, colega, enemigo, dice que leyó tal libro que ni siquiera sacamos de su envoltorio?
Otro problema que nos enfrentamos es que la publicidad vende cosas “necesarias”. Nos parece lógico cuidarnos la piel, comprar un auto para desplazarnos o ropa que nos abrigue: el sol nos quemará, necesitamos viajar y no sentir frío. Necesitamos comer, está muy bien que nos vendan comida. Necesitamos ser aceptados, para eso existen las bebidas y las vacaciones en la playa. Necesitamos reafirmar nuestra solvencia económica, ahí están las tarjetas de crédito, y los bancos. La publicidad nace de una necesidad básica. Leer un libro no lo es. Ese es otro problema a resolver. Cómo le hacemos creer a un lector que necesita leer este libro. Cómo se convierte en una necesidad equiparable a cambiar el auto o comprar una cafetera extranjera. Convenciendo al lector de lo que llegará a ser si compra y lee este libro.
“La publicidad es la cultura de la sociedad de consumo”, dice Berger. El libro debe entonces ocupar su lugar en esa sociedad. La publicidad se aprovecha de lo que el espectador sabe, lo que aprendió en la escuela, lo que le enseñaron los medios de comunicación sobre la realidad en la que vive. La publicidad es el brazo ejecutor del capitalismo, parece que acaricia a quien la ve, que hace sombras chinas para provocar la risa, pero en la realidad nos oprime desde la nostalgia y la imposibilidad de un futuro por fuera de la publicidad: si no compro esa comida para gato, mi gato no será feliz, ni lindo, ni podrá reproducirse en el techo.
Roland Barthes habla de una publicidad que se funda en el prestigio, en la evidencia de un resultado. Si se estimula la vanidad y la apariencia social mediante la comparación de dos objetos, aquí podríamos decir que el libro a vender es mejor que otro. O que otros. Esto se puede potenciar con la faja que refiere a los libros ganadores de concursos literarios, esa faja nos da la sensación de triunfo sobre un número inmenso de hojas, un número incalculable de horas de trabajo y sobre todo, sobre otros humanos: esta es la historia que prevaleció, al fuerte, la dominante: hágase el favor y cómprela. Distinta es la faja que hace referencia a la cantidad de ejemplares vendidos y las reediciones: vigésima edición, millones de ejemplares vendidos; nos da la posibilidad de pertenencia, y la pertenencia a una mayoría, como se considera en la democracia, no da lugar a los equívocos.
Otra opción que se plantea es que quizás sea beneficioso reducir el nombre del libro o del autor que se pretende vender. Esa reducción, sumada a unas pocas palabras, dará sensación de epopeya, aún cuando el libro no pertenezca a una saga (esa promesa de compañía extensa, de familiaridad que tan bien se desarrolla en las series que consumimos como publicidad de las historias que debemos consumir en estos tiempos) hablar con familiaridad del libro o su autor puede acercar a los futuros compradores.
En resumen, por lo expuesto hasta ahora queda en claro que en esta nota no se tiene la menor idea de cómo vender un libro. Intento, sí, promocionar esta nota a partir de la lectura azarosa de dos libros, Mitologías, de Barthes y Modos de ver, de Berger. Y falló. Al menos, y para resarcirse, les voy a dejar esta cita:


“La publicidad es la vida del capitalismo –en la medida que sin publicidad el capitalismo no podría sobrevivir– y es al mismo tiempo su sueño. El capitalismo sobrevive obligando a la mayoría –a los que explota– a definir sus propios intereses con la mayor mezquindad posible, mediante la imposición de lo que es deseable y lo que no”