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sábado, 2 de abril de 2022



Qué reseña será más apreciada por el autor, cuál más válida. La académica o la informal. Qué puede decir alguien sin formación en letras sobre una novela. Qué puede sumarle, restarle, aportar. De qué sirve una opinión, o mejor dicho ¿en qué se basa la opinión? Se opina desde la ignorancia pero no desde la ingenuidad. Se opina desde la propia experiencia. Pero la propia experiencia, en medicina, se llama opinión de expertos. Y en los grados de recomendación para indicar un fármaco, estudio o tratamiento la opinión de expertos es lo que tiene menos valor: Evidencia IV, recomendación D. Opinión de expertos. Ojo clínico. Intuición. Por debajo solo está la opinión informal. La vox populi, la vox Dei. Todo esto viene a ser parte de la lectura de Falsa familia, la última novela de Carlos Ríos. ¿Y por qué esta introducción? Porque hay varias cosas externas al libro que atravesaron mi experiencia de lectura y que me exigen una relectura a futuro, más calma, menos cercana, que no empujen tanto esta reseña hasta nublarla. La historia en Falsa Familia es así: un coordinador de talleres literarios en las cárceles de Olmos y Romero escribe un libro de esa experiencia. El libro se divide en partes. La primera parte cuenta el inicio de la relación del profesor y una mujer a la que le confiesa su mayor temor: la cárcel se mete en su vida, la fagocita, la replica; las rejas que adentro son de metal afuera son más sólidas y todo el tiempo lo rodean. Tanto lo rodean que dan origen a la segunda parte de la novela: los alumnos escriben a cambio de mandados que el profesor cumple en el mundo exterior. La tercera parte es un diario, un diario de escritura y de viaje, un diario escrito a bordo de la línea de colectivos Oeste de la ciudad de La Plata, un diario que se escribe rumbo a Olmos, rumbo a Romero, desde Olmos a Romero, pero también es un diario estático: se escribe en las paradas de colectivo, en una estación de Servicio de Nafta de marca Shell, en la cama, en todas partes donde un escritor puede escribir. La cuarta parte es conclusiva: el amor, la libertad, el trabajo, el encierro. ¿Dónde está la dificultad de la reseña, entonces? En la propia experiencia. En haber vivido en La Plata como estudiante de medicina, en haber visitado la cárcel para dar charlas literarias, y comprender años después -en una conversación sobre Falsa Familia- la transformación: haber entrado a la cárcel de Batán como el escritor que da una charla y haber salido como el médico que no tiene más respuestas que la curación por medio de la palabra. Todas esas sensaciones volvieron durante la lectura de la novela de Carlos Ríos. Si la memoria es inmanejable, benditas sean las cosas que llegan desde el recuerdo: encaré Falsa Familia de una manera y al poco de la lectura -no más de un tercio- la autobiografía, mi propio desorden, invadió la narración. Tanto es así que me contacté con Roque, un viejo amigo de la facultad de medicina que todavía vive en La Plata. Él tenía una novia en Olmos -no en la cárcel- y ella vivía en uno de los últimos chalets antes del cruce de Etcheverry, al lado de un cabaret que hoy es un aserradero. Con Roque hablamos de aquella vieja época. Recuerdo viajar en colectivo para ese lado a comer un asado en la casa de su novia cuando los colectivos Oeste recién empezaban a llamarse así. Antes las líneas de colectivos tenían número, era la época de la intendencia de Julio Alak, si mal no recuerdo, cuando las paredes tenían grafitis que decían Bruera es agosto. Era ¿1997? ¿1998? y empezaba a entender que la política se vive en la calle, algo que al menos yo ignoraba de mi adolescente vida marplatense. Recuerdo que una comida gratis, en mi caso, y el amor, en caso de Roque, bien valía ese viaje de casi una hora por la eterna calle 44 hasta Olmos. Claro que ese recorrido también lo hacía como salida obligada hacia la ruta 2. Y ahí veía siempre a la cárcel a un costado, gris, enorme, lejana, imposible. En cambio a Melchor Romero -Romero la llama Carlos Ríos- íbamos a cursar psicología, Introducción a la psicología o Salud Mental. Debería buscar mi libreta de estudiante en alguna caja para poner el nombre exacto de las materias, pero ¿quién resiste un viaje así al pasado? Supongo que solo un escritor como Carlos Ríos que al corregir su propio diario corrige una novela, la inventa, la recrea. Escenario: el profesor y una presa en el patio, al sol. El taller literario a veces se puede dar al sol. Hablan. Ella fuma. No sabremos nunca como se llama, el escritor nombra a sus personajes con la primera letra inicial en minúscula y un punto. La página es la 99. Apenas hemos pasado la mitad del libro:

 

A v. le vienen ganas de recitar poemas de amor. Le encantan los poemas de m., dice. Son todos de amor. Leemos algunos, al cuarto poema se aburre. Pide permiso para ir al baño y vuelve con un cigarrilllo. Hace calor, ella se saca la campera deportiva.

Al sol sus veinte cicatrices horizontales en el brazo izquierdo.


Este es un fragmento del diario. El único que citaré. Uno de los tantos que son breves, directos, desestabilizadores. Poemas de amor, cortes en un brazo. Más adelante sabremos que la madre la reta: nadie va a quererte con esas marcas en los brazos.


Hay una sensación como lector que sentí hace un año o dos con En el estanque (diario de un nadador) de Al Alvarez y que encuentro en este libro: hay un paralelismo a trazar entre aquel relato del viejo escritor que se mete en el agua para aliviar los dolores de su cuerpo y entre el personaje de Falsa Familia que llega a la cárcel en busca de esa droga, la que define el taxista que lo lleva una vez y le confiesa que él también trabajó en la cárcel. Que pudo dejarla atrás, que nada se acuerda, como un nadador que se mete en el agua y se olvida de los dolores de su cuerpo. Así hay que hacer con las rejas, dejarlas en la cárcel.

 

Hay recuerdos que encontré en Falsa Familia. Míos. Que había perdido. Encontré la humedad de La Plata. La niebla a la mañana. La humedad que se levanta en la calle, en el asfalto y el cielo iluminado aún de madrugada, hacia Ensenada y la Petroquímica. Recordé las ambulancias a toda velocidad en la noche y los caballos por la 44, cerca del cruce de Etcheverry donde íbamos a hacer dedo para volver a Mar del Plata por la ruta 2. Recordé los pastizales quemados, las calles de tierra, las cucarachas que siempre temíamos se nos metieran en el pelo, en las orejas. Hay recuerdos que son míos de esa vida, otros que son prestados de mi vida posterior, cuando como escritor visité la cárcel. No hay nostalgia, la nostalgia es un lujo, una comodidad que se permite la clase media, nos explica el personaje de la novela Falsa Familia. No hay nostalgia cuando le ofrecen al escritor si quiere quedarse encerrado en una celda “para ver que se siente”. No hay nostalgia, hay un juego de dominio, de límites, de poder y sometimiento. ¿Te animás o tenés miedo? De eso se trata todo. En una de las primeras escenas el profesor le cuenta a la mujer con la que comparte la noche que vio un mural de Maradona pintado en la cárcel y que concluyó que lo había pintado de espaldas porque no les debía salir bien la cara. La mujer lo corrige: Maradona está de espalda porque se está yendo. Es libre. La mujer le dirá también que escriba un libro, para sacarse la cárcel de adentro.

 



domingo, 13 de marzo de 2022

La noche más larga

 

 

No me gustó Yoga de Emmanuel Carrère. O quizás deba escribir: Yoga es el libro que menos me gustó de Carrère. Y eso que disfrutó su escritura. Decir que en una época esperaba su próximo libro con devoción debería ser representativo, pero suelo hacer lo mismo con todos mis descubrimientos pasajeros. Ya no lo hago, al menos con Carrère. Pero (el pero mueve esta escritura) muchas veces un libro se justifica en unas pocas páginas. Y es raro que un escritor profesional no haga algo digno o brillante en 320 páginas. ¿No es eso la literatura? Un destello, un instante. No lo sé. Pero qué importa. Como poco importa mi relación con Yoga. Acaso lo leí mal predispuesto, en mal momento. Quizás había dormido poco, quizás otras lecturas me reclamaban. Coincide que había leído demasiados libros de Anagrama para tolerar uno más. A veces, como lectores, debemos repartir nuestro dinero en varias editoriales y evitar que la biblioteca sea monocromática, ictérica. Debo decirlo: había leído que la escritura de Yoga fue atravesada por el divorcio de Emmanuel Carrère y Hélène Devync y una parte del libro se suprimió. Entonces lo leí de ese modo: como un libro remendado. Mi conclusión improbable: Hélène Devync se vengó de su ex marido y se quedó con el alma del libro. Nada es más indiferente que el amor cuando se termina. Pero, a pesar de todo, Yoga tiene un momento único. Son tres páginas. Empieza en la 274 de la edición española y termina poco después. El instante de Carrère curiosamente es una expulsión de la literatura: invita a mirar la sonrisa de la pianista Martha Argerich mientras toca la Polonesa Heroica. Lo que nos invita es a mirar la sonrisa de esa mujer, poseída por la música, por la infancia. Curiosamente hace poco creí descubrir algo similar a lo que Carrère menciona. Curiosamente o no, si tomamos en cuenta que las lecturas nos condicionan en nuestra visión del mundo; lo que vemos lo vemos como leemos: caóticos, centrados, perdidos, tolerantes, embelesados. Ólafur Arnalds es un músico islandés. Llegué a él por algoritmos que predicen el gusto. Basta seleccionar dos o tres canciones y la magia se suena los dedos -chasquea, podría escribir influenciado por los libros Anagrama- para que la música se asemeje. En Netflix la imposición es más evidente, en YouTube si bien no es sutil al menos se hace tolerable. De Max Richter -The departure- y James Howard Newton -Hidden life- hay un paso, un click, digamos, hasta Ólafur Arnalds. Y resulta que durante el solsticio del 2020 a este buen músico islandés se le ocurrió tocar y filmar tres temas en tres momentos diferentes del día más corto del año. Y lo volvió a repetir en 2021. Sunrise sesión II: Es en este año, en 2021, donde sucede la misma magia que vio Carrère en el video de Martha Argerich. O parecida. El tema se llama The bottom line e inicia a las 11.14 am hora de Reykjavík, capital de Islandia. El lugar donde tocan tiene vista al mar, y también a la ciudad; a una ruta costera que en un primer momento se llena de autos con las luces encendidas, aunque ya debería ser de día. Josin es la cantante invitada. Josin tiene el pelo atado y usa una remera de mangas largas color piel. En sus rasgos hay tantas etnias como tonos hay en su voz. A primera vista su espalda parece desnuda, pero es el color de su ropa. Sus omóplatos se marcan, se pronuncian y tensa. La voz que vibra despierta sus manos, las mueve, las guía. Tiene una pollera gris que cae recta, que juega con su cintura: la sube, la oculta, la olvida. Canta enfrente de Ólafur Arnalds, sentado al piano. Ólafur Arnalds tiene un pulóver color arena en el frente pero que en la espalda lleva un gran, desproporcionado, recuadro azul. The sun always rises, dicen las letras negras en el recuadro. Las letras no empiezan a la altura de sus omóplatos, hubiera sido una linda simetría para esta ficción, pero están más abajo, a la altura dorsal, un poco antes de las apófisis lumbares y el cuadrado de los lomos. Ólafur Arnalds lleva el pelo rubio y en algunas imágenes, por el brillo, parece colorado; tiene una barba breve, desprolija, sus dientes se esconden bajo sonrisas fugaces y sus labios finos; cuando toca se lateraliza ligeramente a su izquierda; tiene una pequeña giba que nunca corrige por la posición: cae sobre su teclado como si fuera a desmoronarse: son sus brazos y la luz aquello que lo sostiene pare hacer su música. La cámara da vueltas alrededor de ellos dos y de la orquesta de Reykjavík. Hay 13 músicos junto a su director Viktor Orri Árnason. Y en el minuto 5 con 41 segundos sucede lo que Carrère escribe de Argerich. Somos segundos, instantes, latidos de un universo que nos ignora. Josin acaba de alcanzar su nota más conmovedora, la orquesta la acompaña hacia el éxtasis de la canción y la cámara se pone a su espalda y gira a la derecha. Ahí sucede. Ahí está. En el minuto 5.42 ya pasó. Fue una mirada furtiva, pero menos de un segundo basta para una historia. Ella mira a su compañera. La mira y sus ojos rápidamente huyen al suelo. La mira ¿con culpa? ¿Acaso pide perdón? ¿Acaso no puede contener sus ojos? Quiere verla, necesita verla. No mira al director de la orquesta, está claro, solo la mira a ella. Y ella, con el violín sobre el hombro, con la mano pendiente, con sus grandes rulos y sus anteojos enormes parece concentrada solo en la voz de Josin, en el tono, en la abstracción. No es más que un segundo, pero basta para crear un mundo, para entender de fantasmas, para escuchar como la música se desvanece de la forma más hermosa y para esperar que el video vuelva a mostrarlas, que aparezcan otra vez, que se hablen, que lloren, rían, se abracen, se odien, se feliciten, y todo en pocos gestos. O ninguno. Es la amistad, el amor, la circunstancia: ojalá fuera Carrère quien incluyera esa mirada en un libro, él sabría darle un sentido y no solo mirar una y otra vez la escena buscando su significado a una mirada que no estaba escrita en ningún guión. Ojalá fuera Carrère, él no necesita de sus lectores para completar los textos que escribe.




sábado, 23 de octubre de 2021



 

En Kaddish por el hijo no nacido, Kertész deja ver de manera clara y luminosa para sus lectores diáfana en contraposición con la narración quién fue uno de sus maestros literarios, o por decirlo de una manera más directa: deja ver a quien me parece que claramente imita, perfecciona, homenajea como suele decirse. El primer impulso mental es volver a leer todo o al menos algo de Kertész desde esa perspectiva: acaso tenga tiempo de releer Sin destino, Diario de la galera, etc. pensando en el estilo del maestro que se detecta entre las líneas de Kaddish por el hijo no nacido y que debería modificar una segunda lectura del resto de su obra. El siguiente impulso mental es precautorio: ¿y si la percepción es errónea? No puede ser. No puede ser es casi un deseo aunque puede ser porque el estilo es tan similar que solo cambia una locación por otra: el cautiverio en un lager para el adolescente judío que fue Kertész es trastocado por un frío hospital para tuberculosos para el que el que creo fue su maestro y guía alemán. Aun así dudo. ¿Cómo salir de la duda? Acaso buscar una reseña en internet sea útil, acaso cruzar los dos apellidos en un buscador y que los algoritmos hagan su trabajo. Sí, puede ser, pero la pereza digital me salva: la computadora tarda en encender, el teléfono está cargando, lejos, en la cocina junto al té que se enfría porque he vuelto a leer en la cama.

 

Sigo leyendo. Sigo. Seguiría toda la vida. También en la otra. Aunque quizás el paraíso sea un lugar donde finalmente no se tenga la necesidad de leer, como lo es para el guerrero ya no tiene la necesidad de matar.

 

En Kaddish por el hijo no nacido no hay casi puntos aparte, hay ideas que se enrulan y dentro del rulo nacen otras ideas que se enrulan y se estiran y... sigo leyendo y ¡al fin! El eureka de Arquímedes está en la página número 58 de esta edición de bolsillo: Kertész nombra a quien sospecho le dio su estilo. Lo nombra y antes de escribir su apellido lo califica, "el erudito" lo llama. Ese es su insulto, ese es su elogio, su reconocimiento, su rendición total a los pies de la estatua y el maestro.

 

En la mesa de luz, al tope del lugar común de una pila interminable de libros por leer, tengo el segundo de los libros que consulto esta mañana en la cama, consciente del té ya frío en la cocina y de la respiración superficial del gato que aprovecha ausencias para acostarse del otro de la cama, gato al que acaso su color negro rojizo salva del segundo lugar común de los escritores: el gato al alcance de la mano.


La mano del teñidor se llama el libro sería un nombre muy largo para el gato y a medida que avanzo en la lectura, el libro se llena de marcas hechas con pequeños señaladores que funcionan como migajas de pan a las que conscientemente nunca voy a volver. La mano del teñidor recopila ensayos extraordinarios de un poeta extraordinario. W.H. Auden habla aquí de la literatura y de la vida, de la música, de la religión, de la ciencia y el arte. Poetas, escribientes, consagrados y cobardes, todos deberían leerlo, releerlo. Pero, ¿por qué mencionarlo en este texto? Porque hay un cruce que forzar. Auden reconoce que escuchar música le enseñó a organizar un poema. Y a continuación agrega "Cuánto más se ama otro arte, menos inclinado se siente uno a invadir sus dominios". Personalmente aplicaría esta frase para con los escritores que amamos: cuánto más disfruto a un autor o a una escritora más debería evitar copiar ese estilo. Parece imposible. Creo que debe serlo hablo de la imposibilidad y si lo es, si es imposible evitarlo, entonces al menos deberíamos no escribir sus nombres. No deberíamos hacer como hizo Kertész en la página 58. Y si lo hacemos, deberíamos eliminar esa mención en la primera corrección, en la segunda, tercera, aún en las pruebas de galeras si solo entonces lo detectáramos. Pero, ¿es posible? Citar es querer ponerse a la altura, es decir desde el ego “yo también puedo escribir así”. Es decirle al lector: “Si no te diste cuenta, te lo voy a decir directamente: ojo que yo imito este estilo, no me subestimes, no me menosprecies”. Es difícil. Si parece casi imposible no homenajear a los que honramos, ¿deberíamos contenernos? ¿Reprimirnos? ¿Dejar que el lector lo descubra por sí solo? Quizás sí, quizás deberíamos callarnos, aunque este silencio se compare a primera vista con esa relación amorosa donde nos prohibieron específicamente pronunciar la palabra amor.

 

Auden escribe algo que queda perfecto para uno de los autores actuales que más celebro: “La integridad de un escritor está más amenazada por los llamados de su conciencia social y sus convicciones políticas o religiosas que por los llamados de su codicia. Es moralmente menos desconcertante ser engañado por un vendedor ambulante que por un obispo… Algunos autores confunden la autenticidad, a la que siempre deberían apuntar, con la originalidad, por lo que jamás deberían molestarse. Existe cierto tipo de persona tan dominada por el deseo de que la estimen por sí misma que vive poniendo a prueba a los que la rodean mediante una conducta inaguantable; lo que dice o hace debe ser admirado no porque sea algo intrínsecamente admirable sino porque se trata de su observación, su acción. ¿No explica esto en gran medida el arte vanguardista?”


viernes, 2 de julio de 2021

Casa de hojas de Mark Z. Danielewski

 



¿Por dónde empezar si el libro mismo es un laberinto? Quizás por la recomendación: No podés no haber leído este libro, me dijo el buen vendedor. La doble negación en la frase, los tiempos verbales, toda esa desprolijidad hermosa en boca de un librero, editor y lector avezado fue tan tentadora como sostener el libro en la palma de la mano. El objeto impresiona. Impresiona su peso, su tapa, sus innumerables citas al pasar las hojas y la irregularidad ¿caótica? del texto; de los textos, porque varias son las historias que se enlazan, se rozan, se recelan y huyen. Que ya en la tapa de este libro con una circulación atípica diga Novena edición en castellano impresiona. Que el libro sea tan voluminoso, con una letra por momentos pequeña -cuando no de color rojo y tachada- se presenta como un desafío. Y también como una duda. ¿Qué es esto? ¿Rayuela en el siglo XXI? Es raro: lo primero que pensé fue en Rayuela cuando Casa de hojas claramente menciona, retoma, corrige, admira y dimensiona una vez más a Borges. Como en un laberinto magnífico, como en un “La casa de Asterión engordado”, es Jorge Luis Borges una de las inspiraciones de este libro y no Cortázar. Y si  Cortázar también lo es, está claramente mejorado: este es un experimento donde la historia triunfa. Pero, aunque triunfa, voy a decir que en un momento pensé en abandonar la lectura: esa mezcla de la narrativa habitual de Chuck Palanhiuk y el proyecto Blair Witch, con homenaje a la vieja película de Poltergeist de 1982 (y de Terror en Amityville de 1979, y de Lovecraft, y de etc, etc) me invitaba a abandonar, a buscar un libro mejor, otra historia. Pero no, no pude dejarlo. ¿Por qué? No sé decirlo. O sí, me arriesgo: con Casa de hojas recuperé a uno de los lectores que fui. El que sentía miedo: miedo animal, irracional, miedo en estado puro. Miedo causado por un libro. Eso me hizo seguir, devorar. Entré en la historia y ya no quise salir, no quise dejar de dar vueltas las hojas, no paré de leer de costado, hacia abajo, yendo a los apéndices y volviendo. Le hice caso al autor, acepté su juego y quizá sea esta la condición principal para leer Casa de Hojas. Jugar. Entrar en la historia despojarse, librarse. Mi experiencia física de lectura fue sencilla: esperar que toda la familia se durmiera, acostarme con una mínima luz apuntando al libro en un silencio absoluto. No leí de día. Ni una línea. Todo fue en la oscuridad. Quizás eso me permitió recobrar el miedo de un lector adolescente: miedo a perderme, miedo a que un libro tenga la capacidad de meterse en el pensamiento, en la realidad y modificarlo todo. Hasta tuve miedo de una presencia que me pareció percibir en el pasillo de mi casa, mirándome, silenciosa, mientras leía. ¿Por qué leer esta novela de noche? Porque la noche tiene el mismo silencio que está presente en Casa de hojas. No hay música en esta historia, apenas algunas canciones infantiles que suenan casi como un eco y que se pierden en el laberinto. (Nota: la comparación entre la leyenda de Eco y Narciso dimensionado como eco de nostalgia y el eco del ultrasonido como algo material está entre mis partes favoritas) Ahora, hoy, en este momento que escribo, terminado el libro, no sé si volvería a leerlo. De hecho no encuentro motivos para volver a abrir Casa de Hojas. Quizás la experiencia de lectura se agota en la primera instancia, algo que está muy lejos de lo que sucede con Borges y su obra, a la que uno vuelve de modo constante y necesario. ¿Qué libro es Casa de hojas? ¿Un libro para recomendar? ¿Para regalar? ¿Uno de esos libros que uno desea escribir? Titubeo a la primera pregunta y junto tres negaciones a las siguientes. Llego tarde al libro. Su edición en inglés es del año 2000, en castellano del 2014. Querer compartir la lectura hoy es como haber hecho maratón de las siete temporadas de Lost y buscar en las redes si el bueno de Jack Shepard está vivo o no. Me arriesgo una vez más: es un libro para leer como un fenómeno de época, quizás debí llegar a él hace unos años para disfrutarlo plenamente, quizás con el tiempo se vuelva un libro de iniciación en el terror para adolescentes. Sé que lo viví como experiencia física, emocional, sé que es uno de esos libros que me gusta haber leído, pero siento que no volveré a abrirlo, ya no volveré a esa casa en Virginia, ni a esos pasillos, ni al pie de la escalera en espiral. Y si lo hago será como la última incursión de Will Navidson al corazón de la casa: volveré para mejorar las imágenes que otros nos pudieron tomar.





sábado, 6 de febrero de 2021

Juan Carrá y Los preparados



“…todos mentimos. Yo también. Escribir es mentir y curar también, entonces no hay nada más mentiroso que un médico escritor”. La frase le pertenece a Sebastián Chilano, médico… escritor. Autor de Los preparados que salió recientemente por Obloshka editorial y que según el catálogo se trata de una novela. Y quizás sea la frase citada la explicación (si hiciera falta) de por qué este texto intimista, con la prosa confesional propia de una crónica (o de la auto-ficción) y las reflexiones y análisis que suelen ser más del ensayo, podría pensarse como una novela. Pero, la verdad, poco importa esta disquisición sobre los géneros/etiquetas y en todo caso podría ser una muestra de que para sobrevivir los géneros deben hibridarse, trabajar en las fronteras hasta diluirse… Lo que no cabe duda es que Los preparados es un texto que solo puede escribir un escritor que haya sido o sea médico. No sé si un médico escritor podría hacerlo… porque si hay algo que se desprende de esta prosa es la presencia de uno sobre el otro, puja tan absurda como las ideas antedichas sobre si novela o ensayo o crónica… pero que me interesa remarcar, porque Chilano es un gran escritor que usa bata y cura (miente).

Muchas líneas de análisis tendríamos para entrarle al libro. Yo elijo una que me parece la más llamativa. Una novela es ante todo un andamiaje de recursos para narrar una historia. Ese andamiaje puede ser, incluso, a veces, la novela misma. En este caso el andamiaje es el soporte para que un puñado de páginas excelentemente ubicadas sobre el final explote en sentido todo lo acumulado. Esto sin pirotecnia, sin engaños, sin efectismo. Simplemente cada fragmento de relato colocado en su lugar para que la historia sea todo lo que tiene que ser. Entonces, hay una dinámica de lectura muy veloz, anclada en capítulos cortos, que pueden devorarse pero mejor no, porque en cada uno podría haber una gema que necesita tiempo para brillar y, por voraces podríamos perderla.

Ahora, es cierto que la velocidad de lectura no suele ser de por sí un valor positivo de un texto, pero sí puede serlo cuando además de dinamismo propone profundidad, acumulación de sentido, un mundo que se va desplegando a medida que el narrador intimitas cuenta/piensa/reflexiona.

¿Qué hacemos con nuestras propias historias? La pregunta para cualquier escritor es fácil de responder: las escribimos. Pero ahí está la trampa, no siempre nuestras historias personales son materia narrativa, no siempre lo autobiográfico excede la anécdota para volverse relato. Hay ejemplos de sobra de la literatura de historias mínimas que se vuelven algo más gracias al pulso narrativo de un autor o autora. Quizás pase eso con Los preparados: un conjunto de historias mínimas que de repente ya no son un simple regodeo del yo, sino que se amalgaman para componer algo más… ese plus que lo hace un gran libro más allá del género en el que quieran ubicarlo.




domingo, 29 de noviembre de 2020

 

Fue en algún ateneo oncológico de los lunes a la mañana durante el año 2005. Ricardo Bracco detuvo la exposición. Un residente de años superiores exponía un caso clínico y al llegar al examen físico usó la expresión bultoma para referirse a un hallazgo. Bracco era un médico experimentado, tenía un lenguaje preciso, y una pasión por los términos correctos que remitía a otro tiempo. El motivo de su interrupción fue ese término. Mucho se habla hoy del lenguaje, de la evolución, de los cambios: por algún motivo en esos tiempos la palabra bultoma se extendía y su uso preocupaba a médicos como Bracco. Bultoma, deriva de abultamiento, una forma imprecisa de referirse a un hallazgo que un médico moderno no puede determinar sin métodos complementarios. Recuerdo que Bracco fue tajante: ese término no existe, nació como un chiste y ese chiste se pierde reemplazando a palabras certeras: si hay rubor, se puede nombrar una  tumefacción. ¿Qué es un bultoma? Algo que lo incluye todo y no es nada. Cualquier bulto bajo la piel puede denominarse así, pero también puede ser una hernia inguinal, un ganglio, un lipoma ¿por qué entonces no llamar a las cosas por su nombre en vez de generalizarlas en esa palabra? Qué es un bultoma ¿Un bulto benigno? ¿Maligno? No hay indicio, hay simplificación. El lenguaje médico trata de ser preciso, de decir más de lo que dice: bradilalia deriva de unir lentitud y lenguaje en una palabra. ¿Qué une bultoma? Nada. Bulto puede derivar del vultus (rostro) o de bulla (burbuja), deriva en la imprecisión, algo que los buenos cirujanos no toleran. La última vez que lo vi, Ricardo Bracco vino a El gran pez. En los pasillos de la clínica, en un encuentro casual a fines del 2019, había prometido visitar la librería. Sentía, en ese momento de su vida, que había llegado el momento de escribir sus memorias. ¿Y qué hace uno ante esa decisión? Empieza a leer biografías porque sabe que necesita encontrar palabras precisas. Recuerdo el libro que eligió: Viaje al Río de la Plata, de Ulrico Schmidl, la narración de un alemán durante la conquista de América.


domingo, 26 de julio de 2020




Antonio Tabucchi no lo recordó de inmediato. La memoria es caprichosa, justifica. Más adelante lo recuperará, pero antes Tabucchi elige otra palabra para hablar del sueño: lo convierte en su evocación, su ex vocare, algo que viene desde afuera, algo que él mismo traduce del latín como un llamar a la memoria. Y cuando la memoria acude, distorsiona: nos hace entender que lo que creíamos perfecto y completo está lleno de vacíos, de intervalos perdidos, irrecuperables.

Esto es para los recuerdos, no para los sueños. Los sueños, construidos de un material mezclado de vigilia y perturbaciones, nunca son completos. ¿De qué está formado ese sueño, esa alucinación, de Tabucchi? Del material que usará para su libro Réquiem.

En Réquiem, el protagonista deambula por una Lisboa (que se parece a la Lisboa que recorremos en libros los que nunca conocimos sus calles: la ciudad de Pessoa, pero también a la que Ruffato nos lleva en uno de sus libros) y busca a alguien. Es una certeza, para el lector y el escritor, aunque no tanto para el protagonista: su busca es una elusión, una suma de episodios y personajes que solo pueden desviarlo de ese hallazgo revelador. Eso es lo que quiere el escritor: evitar, evadir un lenguaje común. Desde la prosa y desde la construcción de la obra: Réquiem fue pensado y escrito por Tabucchi en portugués, algo poco usual pero que hemos visto otras veces: así lo hicieron Wilcock y Gombrowicz en nuestras tierras, así lo hizo Pessoa con sus sonetos ingleses, por dar algunos ejemplos.

En el prólogo de Réquiem Tabucchi lo aclara: este libro debí haberlo escrito en latín, dice. El latín es la lengua muerta, y muerta debería ser la lengua de todos los libros: todos los libros –excepto los clásicos– mueren al cerrar las páginas, apagan su idioma y se convierten en algo que no existe. La función del libro se termina ahí, cuando se desprende de las manos de quién ya no lo lee.
En Autobiografías ajenas, Tabucchi, finalmente, cuenta el sueño. Y en el sueño está el origen de su novela Réquiem.  Desde el poema de Gilgamesh a la Biblia, desde Calderón a Shakespeare o a Kafka, el derecho a soñar –según la definición de Bachelard– acompaña a la escritura, dice Tabucchi. Ese derecho, que él mismo cita, también lo camufla.

El sueño no es el comienzo de la historia. Aparece en la segunda mitad del capítulo 4. Réquiem se escribirá hacia adelante y hacia atrás, anclado en ese sueño que es central pero que no tiene desarrollo en sí. Es un comienzo, pero es como la primera hora del día: nos muestra en un cielo que poco tendrá que ver con nosotros cuando el sol se ponga.

La clave está en el sueño. Tabucchi sueña con su padre, inesperadamente joven. Los roles podrían estar invertidos: él podría ser padre de su padre; y el padre, su hijo. Su padre le hace una pregunta, y a partir de la pregunta nace el mundo. Su padre –el real– había muerto de cáncer de laringe. La enfermedad y sus tratamientos –dejaremos que Tabucchi cuente esa historia en detalle– dejaron a su padre mudo durante sus últimos dos años de vida. Se comunicaban por una tabla que los chicos usan para escribir y borrar. La voz se apagó, la del hijo también. Por eso, Tabucchi hijo encuentra llamativo que, en el sueño, lo primero que haga su padre es hablarle. Por medio del sueño recupera algo perdido. Y, aunque la segunda extrañeza es la pregunta absurda que le hace su padre, la tercera rareza es la fundamental: su padre le habla en portugués. Idioma que en vida no conoció más que en una palabra.

Es decir, Tabucchi, en un sueño, recupera a su padre, recupera la voz de su padre, se enfrenta a una pregunta absurda y lo hace en un idioma –para su padre– totalmente desconocido.

Tabucchi al final del texto escribe:

A mi padre siempre lo llamé mi’pa’, o simplemente pa’, apócope de padre, como es costumbre en mi tierra ( ) Cuando en la universidad empecé a estudiar portugués, le dije un día a mi padre que la palabra portuguesa pá, con acento agudo, ( ) es contracción de la palabra rapaz. Era la única palabra portuguesa que sabía mi padre. Y cuando yo lo llamaba pa’, él me llamaba pá. Era un juego secreto ( ) que usábamos con malicia infantil, cuando nos llamábamos recíprocamente con esta palabra, yo sabía que mi padre, al pronunciar la suya, le ponía mentalmente un acento agudo; y él sabía que yo, en la mía, ponía el apócope. Era el uso diferenciado de dos palabras homófonas: yo lo llamaba padre, él me llamaba rapaz.