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domingo, 4 de marzo de 2018




El poeta leyó. En su léxico cuidado había tanta falencias como ecos en un tronco hueco. El estilo serio, remilgado, no maquillaba las ausencias. Había palabras, pero no decían nada. En un momento, en referencia al mar y una vida cercana al puerto, habló de los marineros que salen y vuelven del mar, felices. Hubo risas, por el lugar común. Pero, aunque el acto reflejo haga pensar que no es posible, que no hay felicidad en ese tipo de trabajos, quizás el poeta no esté equivocado. Sí omitió el detalle, sí negó la posibilidad de entendimiento: mezquinó, por inexperto o por avaro, de la belleza absoluta de la imagen. Porque el marinero puede zarpar y volver a puerto feliz, pero esa felicidad es efímera. Necesariamente efímera. Mínima, fugaz. Se inicia al zarpar, pero se pierde de inmediato, cuando la línea de la tierra se mezcla en el horizonte al salir del puerto y ya no hay nada más que agua. La felicidad dura esos minutos y se ausenta hasta el momento de regreso, hasta que los pies tocan tierra y recorren la distancia que separa el puerto de la casa y ahí, en la puerta de la casa, se queda. No entra. El marinero sí. La felicidad, el marinero lo sabe, nunca vuelve al hogar ni se aleja demasiado de la tierra. La felicidad es inasible, inalcanzable, está en el principio y el final del viaje, en la promesa del cambio de rutina que nunca se concreta. La felicidad no le pertenece a nadie por mucho tiempo. Por qué habría de quedarse abordo de un barco que no volverá a puerto por tres meses, dos años, medio día.