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sábado, 23 de octubre de 2021



 

En Kaddish por el hijo no nacido, Kertész deja ver de manera clara y luminosa para sus lectores diáfana en contraposición con la narración quién fue uno de sus maestros literarios, o por decirlo de una manera más directa: deja ver a quien me parece que claramente imita, perfecciona, homenajea como suele decirse. El primer impulso mental es volver a leer todo o al menos algo de Kertész desde esa perspectiva: acaso tenga tiempo de releer Sin destino, Diario de la galera, etc. pensando en el estilo del maestro que se detecta entre las líneas de Kaddish por el hijo no nacido y que debería modificar una segunda lectura del resto de su obra. El siguiente impulso mental es precautorio: ¿y si la percepción es errónea? No puede ser. No puede ser es casi un deseo aunque puede ser porque el estilo es tan similar que solo cambia una locación por otra: el cautiverio en un lager para el adolescente judío que fue Kertész es trastocado por un frío hospital para tuberculosos para el que el que creo fue su maestro y guía alemán. Aun así dudo. ¿Cómo salir de la duda? Acaso buscar una reseña en internet sea útil, acaso cruzar los dos apellidos en un buscador y que los algoritmos hagan su trabajo. Sí, puede ser, pero la pereza digital me salva: la computadora tarda en encender, el teléfono está cargando, lejos, en la cocina junto al té que se enfría porque he vuelto a leer en la cama.

 

Sigo leyendo. Sigo. Seguiría toda la vida. También en la otra. Aunque quizás el paraíso sea un lugar donde finalmente no se tenga la necesidad de leer, como lo es para el guerrero ya no tiene la necesidad de matar.

 

En Kaddish por el hijo no nacido no hay casi puntos aparte, hay ideas que se enrulan y dentro del rulo nacen otras ideas que se enrulan y se estiran y... sigo leyendo y ¡al fin! El eureka de Arquímedes está en la página número 58 de esta edición de bolsillo: Kertész nombra a quien sospecho le dio su estilo. Lo nombra y antes de escribir su apellido lo califica, "el erudito" lo llama. Ese es su insulto, ese es su elogio, su reconocimiento, su rendición total a los pies de la estatua y el maestro.

 

En la mesa de luz, al tope del lugar común de una pila interminable de libros por leer, tengo el segundo de los libros que consulto esta mañana en la cama, consciente del té ya frío en la cocina y de la respiración superficial del gato que aprovecha ausencias para acostarse del otro de la cama, gato al que acaso su color negro rojizo salva del segundo lugar común de los escritores: el gato al alcance de la mano.


La mano del teñidor se llama el libro sería un nombre muy largo para el gato y a medida que avanzo en la lectura, el libro se llena de marcas hechas con pequeños señaladores que funcionan como migajas de pan a las que conscientemente nunca voy a volver. La mano del teñidor recopila ensayos extraordinarios de un poeta extraordinario. W.H. Auden habla aquí de la literatura y de la vida, de la música, de la religión, de la ciencia y el arte. Poetas, escribientes, consagrados y cobardes, todos deberían leerlo, releerlo. Pero, ¿por qué mencionarlo en este texto? Porque hay un cruce que forzar. Auden reconoce que escuchar música le enseñó a organizar un poema. Y a continuación agrega "Cuánto más se ama otro arte, menos inclinado se siente uno a invadir sus dominios". Personalmente aplicaría esta frase para con los escritores que amamos: cuánto más disfruto a un autor o a una escritora más debería evitar copiar ese estilo. Parece imposible. Creo que debe serlo hablo de la imposibilidad y si lo es, si es imposible evitarlo, entonces al menos deberíamos no escribir sus nombres. No deberíamos hacer como hizo Kertész en la página 58. Y si lo hacemos, deberíamos eliminar esa mención en la primera corrección, en la segunda, tercera, aún en las pruebas de galeras si solo entonces lo detectáramos. Pero, ¿es posible? Citar es querer ponerse a la altura, es decir desde el ego “yo también puedo escribir así”. Es decirle al lector: “Si no te diste cuenta, te lo voy a decir directamente: ojo que yo imito este estilo, no me subestimes, no me menosprecies”. Es difícil. Si parece casi imposible no homenajear a los que honramos, ¿deberíamos contenernos? ¿Reprimirnos? ¿Dejar que el lector lo descubra por sí solo? Quizás sí, quizás deberíamos callarnos, aunque este silencio se compare a primera vista con esa relación amorosa donde nos prohibieron específicamente pronunciar la palabra amor.

 

Auden escribe algo que queda perfecto para uno de los autores actuales que más celebro: “La integridad de un escritor está más amenazada por los llamados de su conciencia social y sus convicciones políticas o religiosas que por los llamados de su codicia. Es moralmente menos desconcertante ser engañado por un vendedor ambulante que por un obispo… Algunos autores confunden la autenticidad, a la que siempre deberían apuntar, con la originalidad, por lo que jamás deberían molestarse. Existe cierto tipo de persona tan dominada por el deseo de que la estimen por sí misma que vive poniendo a prueba a los que la rodean mediante una conducta inaguantable; lo que dice o hace debe ser admirado no porque sea algo intrínsecamente admirable sino porque se trata de su observación, su acción. ¿No explica esto en gran medida el arte vanguardista?”