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domingo, 26 de julio de 2020




Antonio Tabucchi no lo recordó de inmediato. La memoria es caprichosa, justifica. Más adelante lo recuperará, pero antes Tabucchi elige otra palabra para hablar del sueño: lo convierte en su evocación, su ex vocare, algo que viene desde afuera, algo que él mismo traduce del latín como un llamar a la memoria. Y cuando la memoria acude, distorsiona: nos hace entender que lo que creíamos perfecto y completo está lleno de vacíos, de intervalos perdidos, irrecuperables.

Esto es para los recuerdos, no para los sueños. Los sueños, construidos de un material mezclado de vigilia y perturbaciones, nunca son completos. ¿De qué está formado ese sueño, esa alucinación, de Tabucchi? Del material que usará para su libro Réquiem.

En Réquiem, el protagonista deambula por una Lisboa (que se parece a la Lisboa que recorremos en libros los que nunca conocimos sus calles: la ciudad de Pessoa, pero también a la que Ruffato nos lleva en uno de sus libros) y busca a alguien. Es una certeza, para el lector y el escritor, aunque no tanto para el protagonista: su busca es una elusión, una suma de episodios y personajes que solo pueden desviarlo de ese hallazgo revelador. Eso es lo que quiere el escritor: evitar, evadir un lenguaje común. Desde la prosa y desde la construcción de la obra: Réquiem fue pensado y escrito por Tabucchi en portugués, algo poco usual pero que hemos visto otras veces: así lo hicieron Wilcock y Gombrowicz en nuestras tierras, así lo hizo Pessoa con sus sonetos ingleses, por dar algunos ejemplos.

En el prólogo de Réquiem Tabucchi lo aclara: este libro debí haberlo escrito en latín, dice. El latín es la lengua muerta, y muerta debería ser la lengua de todos los libros: todos los libros –excepto los clásicos– mueren al cerrar las páginas, apagan su idioma y se convierten en algo que no existe. La función del libro se termina ahí, cuando se desprende de las manos de quién ya no lo lee.
En Autobiografías ajenas, Tabucchi, finalmente, cuenta el sueño. Y en el sueño está el origen de su novela Réquiem.  Desde el poema de Gilgamesh a la Biblia, desde Calderón a Shakespeare o a Kafka, el derecho a soñar –según la definición de Bachelard– acompaña a la escritura, dice Tabucchi. Ese derecho, que él mismo cita, también lo camufla.

El sueño no es el comienzo de la historia. Aparece en la segunda mitad del capítulo 4. Réquiem se escribirá hacia adelante y hacia atrás, anclado en ese sueño que es central pero que no tiene desarrollo en sí. Es un comienzo, pero es como la primera hora del día: nos muestra en un cielo que poco tendrá que ver con nosotros cuando el sol se ponga.

La clave está en el sueño. Tabucchi sueña con su padre, inesperadamente joven. Los roles podrían estar invertidos: él podría ser padre de su padre; y el padre, su hijo. Su padre le hace una pregunta, y a partir de la pregunta nace el mundo. Su padre –el real– había muerto de cáncer de laringe. La enfermedad y sus tratamientos –dejaremos que Tabucchi cuente esa historia en detalle– dejaron a su padre mudo durante sus últimos dos años de vida. Se comunicaban por una tabla que los chicos usan para escribir y borrar. La voz se apagó, la del hijo también. Por eso, Tabucchi hijo encuentra llamativo que, en el sueño, lo primero que haga su padre es hablarle. Por medio del sueño recupera algo perdido. Y, aunque la segunda extrañeza es la pregunta absurda que le hace su padre, la tercera rareza es la fundamental: su padre le habla en portugués. Idioma que en vida no conoció más que en una palabra.

Es decir, Tabucchi, en un sueño, recupera a su padre, recupera la voz de su padre, se enfrenta a una pregunta absurda y lo hace en un idioma –para su padre– totalmente desconocido.

Tabucchi al final del texto escribe:

A mi padre siempre lo llamé mi’pa’, o simplemente pa’, apócope de padre, como es costumbre en mi tierra ( ) Cuando en la universidad empecé a estudiar portugués, le dije un día a mi padre que la palabra portuguesa pá, con acento agudo, ( ) es contracción de la palabra rapaz. Era la única palabra portuguesa que sabía mi padre. Y cuando yo lo llamaba pa’, él me llamaba pá. Era un juego secreto ( ) que usábamos con malicia infantil, cuando nos llamábamos recíprocamente con esta palabra, yo sabía que mi padre, al pronunciar la suya, le ponía mentalmente un acento agudo; y él sabía que yo, en la mía, ponía el apócope. Era el uso diferenciado de dos palabras homófonas: yo lo llamaba padre, él me llamaba rapaz.


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