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sábado, 17 de agosto de 2013



El cantor estaba atrapado en el bar. Su fama pertenecía a ese lugar y a ningún otro. Por suerte no estaba atrapado en el tiempo, ni era inmortal ni era eterno. Estaba atrapado por unos años en su fama. Eso si quería ser famoso. Y claro que quería. Podía salir del bar, pero ya nadie lo reconocería. Caminando por la ciudad era un don nadie. Cantando en cualquier otro lugar era un pobre infeliz que desafinaba tratando de imitar al Maestro. Y el Maestro era él,
 pero sólo podía serlo en ese bar. Lo supo la primera vez que cantó y lo aplaudieron de pie. Nunca lo habían ovacionado, ni siquiera pedido un bis y esa noche tuvo que cantar cada tema dos veces. La gente lloraba. Después cantó en otros lugares y no le fue tan bien. Le fue mal, en realidad. Y volvió al café y volvió el éxito. Con su trabajo afuera, contador público nacional, ahorró lo suficiente para comprar el café y grabar su primer disco allí mismo. Pero el problema fue que en las radios, en las casas, en cualquier otro lugar, sonaba distinto. El Maestro sólo era el Maestro cuando tocaba en vivo en su café. Perdió sus ahorros en ese estudio de grabación inútil del subsuelo. Hablar del incendio, de los recelos de la compañía de seguros y de su refugio entre balances y peritajes sería accesorio. Tiempo después empezó a escribir y sus historias enseguida fueron maravillosas, pero sólo resultan maravillosas para quien las lee directamente de la pantalla de su computadora. Quizás por eso ahora lean esto y no les resulte ni maravilloso ni innovador, pero ojalá estuvieran de este lado, así verían como se observa se lee se entiende todo tanto mucho como distinto acá de este lado de acá. 





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