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sábado, 17 de diciembre de 2016




El fin de año huele a compras, enhorabuena y postales, con votos de renovación. Hasta ahí las ganas de citar a Silvio así, con cercanía, como un amigo del secundario que perdimos, porque es así, lo perdimos, se perdió, aburrió, pero algo queda: la nostalgia.

El fin de año tienta al resumen, a las listas. El fin de año es un recuento de lo mejor: los mejores libros, los mejores discos (perdón, al menos esa lista es obsoleta, y no sé qué es ahora, ¿lo mejor de spotify?) las mejores series, películas, días, partidos, jugadas, orgasmos, abrazos, en resumen: los mejores dos puntos que inician la enumeración.

Lo malo queda afuera, pero algunos graciosos empecinados en ser diferentes reciclan ese material dando origen a las listas del morbo. Listas que también venden. El consumo sirve para darle utilidad y valor nominal a todas las cosas, aún las que detestamos.

Debo confesarlo, iba a hacer una lista y también un resumen del año, iba a lamentar la ausencia en ciertas enumeraciones y agradecer dos lecturas totales, una a cargo de Ezequiel Dellutri (Aire fresco) y otra en forma de diálogo entre Matías Bragagnolo y Pablo Méndez (Cuatro Chilanos para la eternidad), iba a hablar de la marginalidad literaria, a quejarme, a bardear a dos o tres consagrados, a enaltecer algunos amigos e idolatrar a un ilustre desconocido, pero terminé de leer dos novelas que rescaté de una librería de usados del Uruguay y preferí hablar de las lecturas al final de un año largo.

Una de las novelas es Boomerang, de Elvio Gandolfo, edición de Sudamericana del año 2003, en esa colección de tapas blancas que condensó toda una época. La otra novela (nouvelle) es El refuerzo, de Horacio Convertini, ediciones Punto cero, 2010. No voy a hacer una reseña de ambas, voy a contar lo que pensé después de leerlas. Convengamos algo, Gandolfo y Convertini son narradores con todo el oficio, tienen la capacidad intacta para sorprender, para no dejarte ver qué va a pasar, es decir, tienen un recorrido que no hace falta nombrar así que lo acepto: fui a lo seguro.

Lo que más me gustó de estas dos novelas es que los héroes no hacen nada de lo que se espera de ellos. Nada. Y los finales no tienen nada de predecible, se salen de lo establecido. En el caso de Convertini hay algo más, enfrentarse a una historia relacionada con el fútbol y encararla desde el humor es una tarea difícil por la obviedad: la sombra de Fontanarrosa todo lo cubre. Y sin embargo, Convertini encontró el lugar exacto para contar la historia y le dio un final que lo aleja de las convenciones. Gandolfo por su parte se enfrenta a un género más amplio, el policial sin policías, y camina hacia el final de la historia como quién pasea por Colonia del Sacramento, sin apuro, relajado. Y entonces, en algún momento al leer Boomerang se me cruzó en la cabeza La uruguaya, de Pedro Mairal, esa novela que estará en todas las listas del 2016, que tiene puntos brillantes y yo mismo recomendé en la radio y vi con claridad todos los puntos en común que La uruguaya tiene con la historia de Gandolfo, editada hace 13 años, y pienso, para que se entienda y no se malinterprete que hablo de plagio y otras gansadas, que es cierto lo que dicen: llevamos mucho tiempo escribiendo las mismas cosas. Escribiremos siempre lo mismo, lo esencial: los seres humanos nacen, aman, odian, desean, anestesian su moral y la de su descendencia y se mueren. No hay más y sin embargo es tanto que nos pasaremos la vida y las próximas vidas engordando el aleph ya escrito.


Pero no reneguemos, por suerte tenemos la escritura, la forma más refinada de la oralidad. Basta con imaginar qué pasaría si no tuviéramos computadoras, papeles, lápices, tintas, listas. Todos contaríamos una y otra vez la Odisea, con infinidad de variaciones, pero Odisea al fin. Como mil versiones puede tener una canción y seguir siendo la misma cosa, segundos más, segundos menos.



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