En Entre Ríos, unos días después de la Noche Vieja y dos semanas
pasadas del solsticio, tres caballos entraron en el campo de mi suegra. Eran
las doce y poco más de la noche y la reunión que se prolongaba (como todo
siempre se enlentece y prolonga en Entre Ríos) se vio interrumpida por la furia
de los perros. Cuando nos asomamos del quincho no vimos ningún auto desandando
el camino, no vimos luces ni visitas, no había excusas para el ladrido y sin
embargo los perros ladraban enloquecidos bajo una luna creciente y la ausencia
del viento. Uno de nosotros vio los caballos y los señaló. Yo no vi nada. Otro confesó
que se había olvidado de cerrar el portón. Había que salir, sacarlos del campo
y cerrar la tranquera. Uno salió así, como estaba, rumbo a donde los perros
ladraban, otro se fue a buscar una linterna antes de meterse al monte y yo bajé
con las mujeres por el camino de pedregullo, alumbrando a la noche con esa mísera
luz que sale de la parte de atrás de los teléfonos modernos y que tiene el
descaro de llamarse linterna. Los perros se dispersaron, el que salió sin nada en
las manos se perdió en la oscuridad del monte y entonces los vi. Y fue hermoso.
Sinceramente pensé que nunca había visto algo tan hermoso y que nunca más
volvería a ver algo así. Tres siluetas perfectas recortadas en una loma, con la
luna detrás y el horizonte con un tono gris perfecto. Tres sombras cabalgando a
un compás antiguo, onduladas en el ritmo hipnótico que nunca tendrá esta
narración. Fueron segundos, después los caballos se perdieron en el monte y no
los volví a ver, pero la sensación de ver un mundo prohibido persistió. La
sangre de ancestros innombrables enloqueció. Si existe el aleph de Borges no es
un punto estático, está en esos movimientos repetitivos. En mí vivieron los
hombres monos que vieron correr a los caballos libres por el campo. No dije
nada cuando volvimos al quincho, sí, comenté, que tenía la sensación de haber
presenciado una escena antigua. Me sentía un privilegiado, alguien que se pudo
maravillar en tres segundos más que durante todo un año frente a la pantalla de
una computadora. Y que sentía que no me volvería a pasar algo así. Me equivoqué.
Al día siguiente los caballos no estaban y nuestras vacaciones a contramano
terminaban, viajamos de regreso a Mar del Plata un domingo, cuando en general
todos se vuelven de la ciudad Feliz. En Mar del Plata, para quienes no somos
turistas la rutina del verano nos suele aplastar. Para evitar ese peso inventamos
horarios medidos. Tenemos las horas justas para escapar al mar y llevar a
nuestros hijos pequeños para que se cansen y, en algún momento de la alta
noche, nos dejen leer, escribir, dormir, soñar nuestros propios sueños y no
siempre los suyos. La niñez es una tiranía hermosa: tiene el salvoconducto de
la inocencia. En una de esas primeras tardes de enero hice un lugar para llevar
a mi hijo a la playa, su madre tenía que trabajar de tarde y nosotros decidimos
estirar la permanencia en la orilla del mar el tiempo suficiente para pasarla a
buscar sin tener que volver a casa. Y estando ahí, sentado en una reposera
amarilla a orillas del mar y en medio de una muchedumbre, sucedió la segunda
magia del año. Mirando la misma escena que he visto mil veces: un mar lleno de
turistas, vigilando los movimientos de mi hijo entre las olas, con el
sufrimiento y la anticipación de los padres que respetan demasiado la furia de
las olas, tuve una segunda imagen que contradijo la primera. Lo que pensaba
hermoso no lo fue tanto, de pronto el recorte perfecto de los caballos en la
noche no tenía comparación con la silueta ya difusa de mi hijo saltando las
olas y cayendo, a veces en la espuma, a veces detrás. Mientras el atardecer se
volvía crepúsculo y los turistas pensaban dónde ir a comer yo pensaba que eso
podía ser el Tlalocan, el cielo nahual: ver a mi hijo saltar una y otra vez la
próxima ola, ver su felicidad, el horizonte recortado contra su cuerpo
inquieto, y al sol escondiéndose de nosotros, asombrado de no poder soportar
semejante resplandor.
Estimado Sebastian. Quiero agradecerle el permitirnos compartir este relato que invita a la emocionalidad y a la movilizacion de sentimientos. Recorridos por espacios horizontales y verticales. Tierra agua cielo fuego. Pasado presente y futuro. Ancestros. Presentes. Y futuro. Mitologia que posibilita el rescate de la importancia del dinamismo intenso del agua. En ambas geografias. Entre Rios y Mar del Plata. El amor ante la mirada tierna del hijo. Sorteando la vida. Caballos en la luz de la noche. Puse mis propios jinetes sobre ellos. Si tenemos la oportunidad de volver a vernos le comentare sobre este punto. Vuelvo a agradecerle. Fue un bello momento de disfrute cargado de coloridas vivencias. Muchas gracias. Y a la espera de nuevos cielos nahual.
ResponderEliminarMuchas gracias. No sé si no está mejor tu comentario que mi historia. Abrazo
Eliminar