Somos
tres. Vamos a caballo. No conozco a los otros, pero se nota que son más grandes
que yo. Uno parece tener 60 años. El otro no menos de 50. Aunque, pensándolo
bien, puede ser un engaño. La vida al aire libre, la piel curtida, las marcas
de un oficio tan duro –¿pero de qué oficio hablo si no los conozco?– puede
hacer que el de 60 tengo 100 o 30 años. Yo sé cuántos años tengo: 43.
Cabalgamos por una llanura hermosa, sin lomas. El campo es verde, interminable.
El cielo no tiene esa calma, es gris y nuboso, amenaza, cambia de colores.
Parece que en el límite del horizonte –quizá más cerca– está lloviendo. El de
60 años ve una casa y dice que ahí nos refugiaremos. Se viene un viento fuerte,
dice. Usa un nombre propio. No dice viento zonda, ni viento pampero. No
entiendo la palabra que usa. Entramos en la casa. Una mujer prepara café y
huevos. Casi no se da vuelta para saludarnos mientras nos sentamos en sillas de
madera con respaldo duro. Se nota –lo sé con una precisión pasada– que solo
viven ella y su hijo de unos dos años en esa casa. El niño está sentado en una
silla juntó a mí. Tiene puesto un babero verde y la silla para comer en la que
está sentado es demasiado moderna para el lugar. Tiene un color verde chillón
artificial. No podría decir qué colores artificiales son más nuevos, pero ese
sin duda lo es. La mujer no tiene miedo de nosotros. Conoce a los otros dos,
los llama por sus nombres que no puede entender. A mí no me conoce. No podemos
esperar el viento en su casa, nos dice. Así que después de desayunar café nos
vamos. No recuerdo el gusto del café, tampoco si estaba frío o caliente, fue un
acto mecánico: vaciar la taza y limpiarme con el dorso de la manga de una camisa sucia a cuadrillé. Sí
descubrí que tenía sueño y la pregunta, ahora, es ¿se puede tener sueño dentro
de un sueño? Salimos. El niño no nos despide. En realidad no sé si no era un
muñeco. No lo vi comer. No lloró. Afuera, en la llanura, el clima empeoró. Hay
viento fuerte y las nubes son increíblemente negras. Cabalgamos. Para nuestra
suerte aparecen unas montañas que antes no estaban y nos refugiamos
cubriéndonos con mantas que teníamos en las alforjas. Los caballos desaparecen,
como si el viento se los llevara, pero eso no sucede, simplemente los caballos
se borran de la escena. Ni a mi ni a los otros nos preocupa. El verosímil del
sueño no soporta caballos volando. Nos envolvemos en una tela. Arriba el viento
sopla, pero no siento nada. No hay dolor ni miedo. Es algo que tiene que pasar
y de lo que sabemos que no dejará ningún daño ni secuela. Cuando pasa la tormenta
me levanto y me despido de los otros dos. Muevo la mano. Adiós. Del otro lado
de la montaña –montaña que no es más alta que una duna– me espera la ciudad.
Ahora sé que yo conozco esa duna. Es la loma de arena que hay en la entrada a
la playa del puerto. No hablo de Punta Mogotes. Hablo de la verdadera playa del
puerto. La que está antes de seguir por el camino que lleva a la escollera sur
y al Cristo. En esa playa, a un costado de la entrada hay una construcción
abandonada, el esqueleto de hormigón de un edificio que nunca llegó a
concretarse, y del otro está la duna. Está esa duna que asciendo y desciendo y
que me permitirá después caminar hasta llegar a mi librería. O una de sus
sucursales. Porque no es mi verdadera librería. Una cosa es la lógica del
sueño, en la cual esa necesariamente debería ser la librería, y otra es la
lógica de este mundo: esa no es, por tanto debería ser una segunda librería:
una sucursal. Pero en el sueño no pensaba en sucursales. Era mi librería. Y
estaba en el mismo lugar donde mi padre tuvo su zapatería treinta años. Padre
Dutto 469. Calle y dirección. Alejandra, una de mis socias, estaba cerrando el
local. Poniendo las mismas rejas que ponemos en la librería que queda en el
centro de la ciudad. La ayudo mientras ella charla con unas amigas (que son
dos) y discuten cuál colectivo tomar cada una para ir a distintos lugares.
Están en el puerto y no conocen los recorridos de esos colectivos. 562. 563.
522. 525. Las escucho y descubro algo en el entramado: que todas las direcciones
que nombran quedan muy cerca las una de las otras. Me felicito, el
descubrimiento, la lógica resuelta me produce una verdadera felicidad. Desde
esa felicidad les propongo que tomemos un taxi. Y lo aceptan. También descubro
que adentro de la librería está Agustín, mi hijo. Por algún motivo no me
sorprende su presencia. Tiene 6 años, su edad real, y no tiene ningún libro en
la mano. Ya sé que todavía no le gusta leer. Quizás nunca le guste, pero se
obliga a pasar horas adentro de la librería. Escuchando música, como en casa.
Todo eso pienso en el taxi de camino a casa. En el que vamos solos con Agustín.
Supongo que Alejandra y sus amigas se bajaron ya, pero no puedo afirmar que se
hayan subido alguna vez. Al entrar a casa (que no es mi casa actual, que es un
departamento en el puerto, que quedaba a dos cuadras de la zapatería) no
recuerdo nada más del resto del día. Hasta que llega la noche, y estoy
desvelado mirando el techo. No repaso los hechos de un día tan extraño. Repaso
los datos de un cartel que vi pegado en la puerta del edificio. “Casino. Inauguración
total”. El cartel es un faro al que no puedo dejar de acudir. Me levanto de la
cama sin hacer ruido, para que Lili no se despierte. Me visto y bajo las
escaleras. El casino funciona en la planta baja del edificio. Entro, pero no
hay solución de continuidad: abro la puerta de mi departamento y al mismo
tiempo entro en el casino. El umbral ahorra muchos pasos, muchos gestos
innecesarios. El umbral de esa puerta –el umbral del sueño– funciona como
internet, que nos facilita el acceso al mundo eliminando pasos innecesarios. Son
las cuatro de la mañana y hay poca gente. Quedan algunos apostadores alrededor
de una mesa de ruleta y unos pocos jugadores más en mesas para dos personas
donde se reparten cartas españolas. Casi puedo jurar que juegan al truco, pero
piden cartas como jugaran al póker. Esto sí entiendo: la habitación es típica
de los casinos, tiene un alfombrado rojo que trepa por las paredes hasta la
mitad y creo –creo– percibir el olor de esas alfombras que acumulan tierra y
grasa. Creo, porque el recuerdo olfativo viene de la mano del visual. Sigo con
la descripción y las percepciones: hay sillas de cuero rojo, hermosas, sin uso,
que crujen cuando los cuerpos se mueven. Son incómodas. Lo veo en las caras
cada vez que los cuerpos de los jugadores se acomodan y hacen crujir el cuero.
Me paro frente a la mesa de la ruleta. El tirador hace girar la bola. No
apuesto. Cantan un número lateral, de esos que nadie juega (no recuerdo cual) y
el dueño del casino (sé que es el hijo del dueño, pero no sé por qué lo sé)
anuncia que por un rato se suspenden las actividades: va a empezar el concierto
acústico de Javier Calamaro. En la noche inaugural se dan ese gran gusto, dice
mientras los aplausos tapan su voz. Entra. Después se hace un silencio breve,
hasta que entra Javier Calamaro del brazo de una mujer joven, extremadamente
flaca, a la cual todos conocen menos yo. El cantante se siente y acomoda la
guitarra que la mujer le alcanza. Calamaro dice que por suerte, aunque la vean
delgada, Brenda está bien. Ya no es anoréxica. Brenda sonríe. Se nota –solo yo
noto– que hace un esfuerzo por sonreír y que ese esfuerzo le quita la poca
energía que le queda. Me entristezco. Sé lo que va a pasar y quiero irme, pero
no puedo. Sería una descortesía levantarme y salir justo cuando Calamaro canta
su primera canción. Espero que cante después Imágenes Paganas, pero no. No
conozco la primera segunda. Durante la tercera –que tampoco conozco– Brenda se
para y se va. El cantante la mira y sonríe. Están en trance los dos, Brenda y
Calamaro. A los pocos segundos, desde el baño, alguien grita que Brenda se
desmayó. Me paro. Me quiero ir. No quiero tener que ir al baño para ayudarla.
Por suerte nadie me conoce y no saben que soy médico. Camino hasta la puerta,
pero no puedo salir. Entra Lili. ¿Qué hacés acá? No hay reproche en su
pregunta. Realmente quiere saber qué hago en un casino a las cuatro de la
mañana. No me podía dormir, le contesto. Le explico del cartel y le juro que no
aposté. Solo bajé a ver. No me cree y me cree. Es difícil explicarlo: ella me
cree, pero quisiera no creerme; ella preferiría que hubiera apostado. Le digo
que nos vayamos pero ya no podemos salir. Afuera, en la calle, aparecen luces
azules y rojas. Policías y ambulancia. Le digo a Lili que una mujer se desmayó
en el baño. Creo que es la novia de Javier Calamaro, le digo. Y también creo
que sigue siendo anoréxica. Entonces me doy cuenta del verdadero problema: es
la cuarentena. Estamos en un casino durante la cuarentena. Las reuniones están
prohibidas, ¿cómo le explicamos a la policía que yo bajé a mirar y que Lili bajó
a buscarme? Todo se podría haber evitado si yo iba al baño y socorría esa
lipotimia insignificante de Brenda. Porque estaba seguro de eso. No podía tener
algo grave. Pero ahora sí pasaba algo grave, realmente grave. ¿Cómo les hacemos
entender a la policía que ni Lili es una bioquímica ludópata ni yo un médico
sin vocación? ¿Cómo evitamos los titulares del diario y los portales donde nos
juzguen y condenen? ¿Cómo evitamos el linchamiento público? ¿Y el escarnio? Y peor
aún ¿con quién se va a quedar Agustín si nos meten presos?
No hay comentarios:
Publicar un comentario