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martes, 27 de septiembre de 2011

Kermesse:



El que más me gustaba era el juego del conejo. Lo soltaban en medio de un círculo de casitas numeradas y ganaba el premio el que tenía el número de la casa donde entraba. Los premios eran banales. Una bolsa de caramelos. Una juego de temperas. Un mazo de cartas. Pero al final de la noche estaba el premio mayor: el conejo. Era la apuesta más cara y la que más tarde se hacía. Generalmente costaba convencer a los padres que se quedaran hasta el final. Sólo se quedaban los que habían armado puestos. Había otros juegos. Y es una época en la que recuerdo estar leyendo un cuento de Cortázar publicado en el libro “Final del juego”. El cuento se llama “Los venenos”, creo. Me niego a minimizar está hoja y buscarlo en google. Cuando visite a mis padres buscaré el libro en papel que ellos guardan en su biblioteca, un libro de tapa amarilla, si mal no recuerdo, imperfecto, como deben ser los recuerdos. No con la perfección de la Internet y el desperdicio de la inmediatez. Nadie recuerda una búsqueda de información en la computadora, pero todos nos recordamos hojeando un libro de piel y nervios. Como el conejo que me gané en la última kermese que se hizo en el colegio. El mismo conejo que mi padre mató cuando lo encontró royendo uno de sus libros de carne y hueso. Un libro de Borges, creo, de tapa muy sobria y con un título que me alejaba en el principio de mi adolescencia, y que después, con tiempo y contundencia reemplazó a cualquier lectura de Cortázar, salvo cuando me invade cierta nostalgia, como ahora, antes del crepúsculo.

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