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viernes, 21 de diciembre de 2012



En El Ópera. Callao esquina Corrientes. El bebé Félix está dormido en su canasta-huevo, ajeno al mundo que lo rodea. Su madre me regala un libro ladrillo que Jonathan Franzen llamó Libertad y que sólo mi orgullo me hará terminar de leerlo. El bebé Agustín, a diferencia de Félix, no sé si duerme, pero sí sé crece en la panza de su madre. El obstetra dice que pesa 360 gramos, algo así como un pote de Mendicrim. Desde que el médico dijo el peso, tengo miedo (o ganas) de llegar a casa, abrir la heladera y levantar el queso untable para ver qué se siente. Ya habrá tiempo, por ahora sobra ansiedad. 

El Ópera revienta de gente, el grupo Alejandría se mezcla con los ganadores del concurso de premios Itaú y Ricardo de Gárgola se va a una presentación acá nomás. Mucha gente habla. Hay poco mozos. Lili pide un agua sin gas, Soledad una Coca Cola, Lalo una Coca Light y yo una Coca Zero. Somos gente rara. Hacemos un pedido raro. El mozo vuelve con todo, salvo mi Zero. Trajo dos Light.  Lo detengo antes de verlo destapar la mía. Le digo que pedí Zero. Me mira, ruega y exige que no lo haga caminar de más por una gaseosa que tiene el mismo sabor o no, ni siquiera eso importa, ni el sabor ni las obsesivas calorías que enferman este mundo gordo y frívolo. Lo hago caminar de más. El cliente tiene razón. Lalo traduce el odio en la mirada del mozo. La Zero es la Coca Light del hétero, dice.



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