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domingo, 23 de junio de 2013



Los domingos de invierno con sol y cielo despejado aumentan el deseo de suicidio, no así la tasa de mortalidad en su estadística.

Entró al casino sin saber qué hacer. No quería jugar. No le gustaba. Había salido a caminar y la empujó al interior del casino el frío de la costa. Antes, la presión de las cuatro paredes de su casa la habían empujado a caminar. Caminar antes que seguir atrapada esperando que las paredes se le vinieran encima, pero eso nunca sucedería y ella sabía que la muerte inmediata no se produciría hasta dos semanas después, por hambre o por deseo.


Adentro del casino también tuvo ganas de escapar. Ahora no la presionaban sólo las paredes, también la atormentaban los jugadores y las maquinas tragamonedas se le tiraban encima. Ella sabían que estos nuevos tormentos tampoco le darían muerte, a lo sumo le quebrarían una pierna: los jugadores para cortar la mala suerte, las máquinas para dejar de alimentar esperanzas.

Quiso correr, y caminó hasta la terraza. Buscaba aire para respirar. El mismo aire que la hizo refugiar en el casino. De cara al mar tenía la estúpida esperanza de estar protegida del viento. Al salir, la recibió el humo. El humo de todos los que fumaban en la terraza del casino. Miró sus caras. Sus gestos. Casi ninguno estaba en ese lugar por el juego. Todos habían corrido a la terraza después de saberse atrapados en el casino igual que lo habían estado en sus casas. Encendió un cigarrillo y se acercó a ellos. Se sintió bien por primera vez en mucho tiempo. Había encontrado el refugio antes del suicidio masivo.

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