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jueves, 25 de julio de 2013

trilogía de la soledad


Hoy todos querían hablar. El taxista estaba desesperado, sólo después de tres contestaciones monosílabas dejó de intentar una conversación sobre el tiempo, los gobernantes y la contratación del nuevo técnico de Barcelona, en ese orden. Al vendedor de la librería le pedí que me dijera el precio de dos libros, y se entusiasmó en comentarme las virtudes del que descarté, me habló del autor, me enseñó sus otros libros y buscó la primer novela de una trilogía que, prometió, me iba a maravillar, incluso tuve que esperar a que consultara a otra sucursal porque en su local no tenía el libro que iniciaba la tan mentada trilogía. Finalmente el peluquero insistió también y para completar esta trilogía, después de probar con tres temas desistió de la conversación. Sus temas fueron: cómo crece mi pelo, el clima y los viajes en avión que hace un conductor de televisión al exterior. 
Con el taxista no hablé porque resolvía problemas por mensajes de texto con el teléfono celular. Con el vendedor de libros no hablé porque me dio vergüenza descartar el libro que me recomendaba por el precio, casi el doble más caro que el que finalmente me llevé. Y con el peluquero no quise hablar porque me maravilló cómo fingía, cómo me protegía de mí mismo. Estuve un rato largo cortándome el pelo a los costados, cuidado la patilla y los bordes; y apenas unos segundos en cortarme el pelo sobre la frente. Intentaba no preocuparme, que no me diera cuenta que me estoy quedando pelado, que sólo me crece el pelo a los costados y que, dentro de algún tiempo, tendré que elegir entre dejarmelo largo de un lado y cruzar el pelo largo y ralo de una oreja a otra, o pelarme y olvidar a una de los tantos seres humanos con los que trato de no hablar.

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