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domingo, 13 de noviembre de 2016



Un cuento yeta


Me invitaron a un ciclo de lecturas en Capital, a 400 km de distancia, un viernes laboral. Me sentí honrado, contento pero lógico hubiese sido decir “Muchas gracias” y no aceptar. Otra opción fue organizar para pasar un fin de semana con la familia en la Ciudad Luz. Lo ilógico fue decidir ir y venir en el día. Pero algunas historias empiezan en un punto sin sentido y las cosas se acomodan, se amoldan al cuento que debe ser contado sin que el autor ni sus protagonistas lo sepan.

Las reinas del evento del Conejo/Creepy me hicieron llegar un cuestionario y la primera pregunta fue a qué palabra le tengo miedo. Una décima de segundo, o menos, fue necesario para la respuesta: demencia. Y mientras elaboraba la idea me vino a la mente un cuento viejo, inédito, que casi nadie leyó y que mantuve oculto porque sé que es un quiebre, una patada a mi profesión. La mordida más cruel a la mano que me da de comer.

Se llama algo así como "La señora Adams" o "El doctor Coca Cola va a dar altas" y es un cuento en contra de la medicina, de los médicos, los pacientes, las empresas farmacéuticas y casi toda la humanidad. Pero, lo supe de inmediato, ese era el cuento que tenía que leer. Lo rescaté del archivo olvidado, lo leí muchas veces, ninguna en voz alta, y en cada lectura hubo correcciones y cambios. Cercenado, expandido, censurado, autenticado, la historia pasó por varias etapas, como una pared recién hecha hasta ser pintada.

Pero había algo que también sabía, muy dentro de mí, y que no quería reconocer: el cuento era un cuento yeta. De esos que dan miedo por el solo hecho de los eventos que desencadenan. 

Sí, los ateos no dogmáticos también se contradicen y a veces temen a fuerzas superiores, cósmicas, a eventos desencadenados por las alas de una mariposa del otro lado del mundo. Ese es el porqué, verdadero, de haber ocultado tanto tiempo ese cuento como un tesoro. Mi tesoro. Mi maldición que podría dominar mientras no fuera pública.

El castigo por leerlo no tardó en manifestarse: un amigo mío, un neurólogo, uno de los tres mosqueteros que renunciamos casi al mismo tiempo al Casino por no bancarnos a un Jefe médico perverso y mitómano, un socio en emprendimientos parecidos a construir la escalera al cielo de los Simpsons, ese amigo mío se pegó un palo en moto y quedó (por ahora) con un deterioro de la conciencia, una burla que espero el destino corrija. En los siguientes tres días acumulé más problemas laborales que en todo el año, problemas de toda índole, de esos que desvelan, que a mitad de la noche te despiertan con la amarga sensación "debería haber hecho esto" y que no hay forma de remediar.

Y en algún momento del desvelo entendí que todo era culpa del cuento. El cuento maldito. Y también entendí porqué había aceptado leer en el ciclo de lecturas: tenía que exorcizarlo. Aún antes de saber qué cuento elegiría ya estaba marcado, ese era el cuento, ese su destino.

El día de la lectura salí temprano en el auto, antes iba a una reunión laboral para dar las pinceladas finales a una linda novela a cuatro manos. Quería disfrutar el viaje, no tener ninguna multa y vencer la maldición, pero, en medio de la autovía 2, cerca de Castelli, el auto falló, se rompió la caja de cambios y terminé a un costado de la ruta, esperando la grúa, derrotado, con la convicción de volver a casa.

La grúa demoró dos horas en llegar y en algún momento de esa espera, al rayo del sol del mediodía, entendí que no podía volver, tenía que llegar a Capital y leer el cuento. Era la única manera de terminar la maldición, que mi amigo se cure, que los pacientes se salven, que la novela a cuatro manos termine en paz, que el cuento rompa su maleficio.

Desde el lugar donde esperé la grúa vi la estación de colectivos de Castelli. Y todo se resolvió. La grúa llegó a tiempo, el auto viajó a Mar del Plata y yo pude tomar el colectivo y llegué a Capital a tiempo. El resto es un complemento para una historia que ya terminó: al final de la noche leí un cuento sencillo, al que durante años le tuve un miedo irracional pero que, como todas las historias, terminó siendo unas cuantas palabras ordenadas por una lógica que no escapan al pensamiento elemental de su hacedor.



lunes, 10 de octubre de 2016



Hannah Arendt

Y un día a vos que das un taller literario, que te leen tus amigos y te recomiendan conocidos y oportunistas, a vos que pasas horas encorvada sobre la computadora y días resistiendo a la tentación de perder el tiempo navegando en internet para corregir un párrafo que no tiene solución, a nosotros los Iluminados de la Contemporaneidad Impronunciable que buscamos un lugar en el mundo y promocionamos libros imprescindibles todas las semanas, un día suena el teléfono y nuestra pareja nos dice que es un llamado desde Milán y agarramos el tubo del fijo para escuchar, del otro lado, una voz desconocida, chapucera, en un castellano apenas pronunciable, que nos dice que es Milan Kundera y que estemos atentos porque nos pusieron en la lista del Nobel. ¿Qué harías? ¿Creer o no creer? De eso trata “Un nobel de provincias” anteúltimo cuento de Negar todo, el libro póstumo de Fontanarrosa. Y algo similar sucede por estos días con el escritor argentino César Aira. Ya el año pasado se lo mencionó en la lista. Lo mismo este año. Y lo que menos importa es saber si es cierto o una mentira hermosa. Optemos, por una vez, en creer. Abandonemos desconfianzas y suspicacias. Un argentino es candidato al premio Nobel. Podríamos poner “Parece ser que un argentino probablemente estaría entre los potenciales candidatos a un premio que podría corresponderse con el Nobel” pero eso lo dejamos para los zócalos de la televisión y los diarios. Podríamos discutir la legitimidad de un premio que le otorgó el liderazgo de La Paz a un presidente yanqui. Podríamos debatir la calidad de Aira, con opiniones válidas a  favor y en contra, con chicanas y elogios desmedidos; con lo que quieras. Pero lo que llama la atención es tu respuesta ante el hecho, Pebete, Mujer Argentina, y la respuesta que dimos los Iluminados. Hay muchas encuestas caseras en las distintas redes sociales argentinas y las que apuntan a preguntar a quién habría que darle el Nobel, no dejan de ser sorpresivas. Mencionamos europeos de nombres impronunciables que parecen copiados de listas de Pripyat, o un Murakami edulcorado en traducción de traducciones como grafitis que recuerden a Fukushima, o yanquis jubilados (sí, hasta los escritores se jubilan), o sudafricanos comprometidos con causa sociales, etcétera, etcétera. No está mal, nada nunca lo está, pero es llamativo en un país que hace del patriotismo su bandera, que se emociona porque jugadores de rugby lloran mientras suena el himno, que se conmueve con la torre de Tandil y su lucha contra las lesiones, que discute horas y horas en la improductividad defendiendo a una selección de fútbol cuyos abanderados fueron condenados por evasión fiscal y a nadie parece importarle, ese país, que privilegió lo nacional sobre el colonialismo, que se emocionó cuando nombraron presidente de la corporación más vieja del mundo (con todo lo que eso significa) como uno de los suyos y le cambiaron el nombre por Francisco, ese mismo conjunto de ciudadanos, en materia de literatura hace agua, se hunde, se globaliza: una parte de la cultura lejos de apretar filas detrás de uno de los nuestros se ramifica y defiende su postura en pos de la universalidad de las letras. Como si el deporte no fuera universal. Así, la sociedad se divide en dos: para un lado la masa que se unifica en los mundiales y la otra, pequeña como pseudópodos que divide y aplaudirá con entusiasmo al foráneo que gane el reconocimiento de la academia sueca, sea quien fuere y sin el menor deseo de leerlo nunca jamás. Esto no quiere decir que todos deberíamos gritar la obtención del Nobel como un gol, ir a esperarlo a Ezeiza o cumplir promesas de peregrinación a Luján si gana. Quizás, tal vez, lo que haya que replantearse no sea eso. 

domingo, 14 de agosto de 2016


Corredores en la costa


Michael Stipe canta y traduzco lo que quiero. Dice que está cerca de cumplir los cuarenta, y que la época del año es casi Halloween. Él no lo sabe, pero antes esa festividad no se festejaba en esta tierra, pero ahora parece que sí, que en ciertos lugares de la ciudad se asumió el rol consumista como una herencia perfectible, es racional: la impuesta navidad comparte el mismo precepto y nadie se queja. Nadie se queja de las cosas socialmente aceptadas. Por ejemplo: todas esas personas que corren en la costa. Hay plazas, parques como Camet, el parque de deportes, hay pistas de atletismo, hay… (no incluyo los gimnasios porque un amigo que corre dice que se siente como un hámster en una cinta)… alternativas y variantes, pero no. Los corredores se empeñan en ocupar la costanera marplatense. Y eso pone nervioso a cualquiera. Caminar deja de ser algo relajante. Tomar mate también. Todo el tiempo pasa gente agotada, respirando por la boca, empapada en sus secreciones corporales o respirando entre jadeos horrorosos y estertores sin compás. Todo el tiempo alguien enrostra la culpabilidad de comer una factura o poner azúcar al mate: vos, adoratriz o precursor del sedentarismo, parecen decir, vos podés dejar eso y venir a correr con nosotros. Somos más. Seremos lindos, flacos, perfectos. Pero, ¿a dónde van? Como en la canción de Silvio Rodríguez, ¿a dónde va toda esa gente apurada que corre por la costa? ¿Qué sentido tiene? Que lo diga Murakami no quiere decir que sea cierto. Ni siquiera real y sí probablemente comercial. Ni siquiera hace bien al cuerpo, el rebote sobre el cemento destruye rodillas. Corran sobre pasto, por favor. Y la cosa se pone peor cuando se trata de un grupo de corredores. Si alguien se abstrae del mundo tal y cómo lo conoce y ve unas veinte o treinta personas aparecer de la nada, apurados, huyendo hacía un mismo lugar no queda otra que pensar que algo malo sucede de ese otro lugar de donde vienen. El fin del mundo empezará ignorando a los que corren en la costa. Ignorarlos es malo, no sólo por la falacia del fin del mundo sino también porque predispone a que golpeen o miren mal al que se interponga en su camino. Hay que hacerse a un lado: ellos están haciendo algo productivo (correr) y vos no (pasear es perder el tiempo, relajarse en una caminata es una oda al colesterol) Y es peor aún si alguien quiere simplemente caminar con sus hijos por la costa. La imprevisibilidad de los menores expone todo el tiempo la tenebrosa posibilidad del golpe, la caída o la catástrofe. Claro, dirán los corredores costeros, por qué no prohibir que los chicos caminen por la costanera. Como sea, que vayan a formar sus cuerpos a otra parte, donde la exhibición no le dé un exótico placer al sufrimiento. Porque correr sin sentido no tiene relación con el hombre. Si al menos corrieran por comida o para resguardarse de un peligro real. Pero no, la meta es otra. La meta es la nada. Y los espectadores del espacio costero tenemos que enterarnos de esas personas que constantemente persiguen la nada: mejorar una distancia, un tiempo. Como si el tiempo fuera tangible. Claro, seguramente los corredores costeros dirán que mucho peor son los rollers, o los ciclistas, pero, si así lo hacen, aceptan y coinciden con estas palabras sedentarias. Como dijo Michael Stipe, estoy por cumplir cuarenta y tengo en mi casa el suficiente alcohol para iniciar mi propia fiesta sin tener que correr a ninguna parte.

domingo, 17 de julio de 2016

Los vecinos y la basura




El contenedor es un evento social. Decir que congrega al barrio es exagerado, parece un paso en falso para volver al realismo mágico, pero casi es así. No congrega, pero atrae. Y aunque al principio aparecen unos pocos vecinos y algún que otro automovilista alerta, el paso de las horas aumentará su atracción. Contenedor es, también, una palabra horrible. Parece que nombrara a un señor grande y afectuoso que va a darle un abrazo a quién lo necesite junto con un paquete de pañuelos descartables y una barra de chocolate con la marca del difunto zar heredero de la fábrica de chocolate; pero no es eso. El contenedor es un hermano menor de las grandes moles que trasladan los barcos de puerto en puerto y que en la ciudad sirve para acumular los cambios de estilo. Las cicatrices del paisaje de hormigón van a parar a los contenedores. Tendría que escribir containers, pero ¿no genera rechazo emplear palabras que leerlas deben pronunciarse de otra manera? Orsai se llamaba la mítica revista, y estaba muy bien. Tendría que escribir conteiners, pero no. Porque no hay que detenerse en la palabra, hay que hablar del sentido social del recipiente. El cambio que inicia su presencia es material sociológico, quimérico y, por supuesto, económico. En primera instancia se llena de los desechos de la obra de sus contratistas: cañerías, muebles, etcétera. (El etcétera funciona como pereza enumerativa, son tantas las cosas que se desechan que perdería el sentido hablar de armarios, hornos, termotanques, maderas y todo lo demás) En segunda instancia, la hipótesis: el desecho de unos es oportunidad de otros. No es un máxima nueva ni original, pero se repite y la repetición la legitima. Los vecinos buscan. Los cartoneros buscan. Las personas sin ninguna necesidad de acumular despojos se ven tentadas y buscan. Si este fuera el cielo, no quedarían estrellas. Pero no es así: no funciona así. El ciclo se completa, de lo contrario el recipiente se vaciaría en pocas horas: los obreros ni siquiera deberían tirar ahí los escombros: se formaría un cordón humano que entraría hasta la casa y se llevaría todo lo que considerara útil, incluso cosas que los dueños no desechan: la obra se convertiría en un saqueo. La demolición de lo privado. Pero como está tácitamente establecido, ese no es el ciclo. El recipiente nunca se vacía. Esos mismos vecinos que buscan, también esperan para tirar ellos sus sobras. Los desechos del barrio van a ocupar espacio que no deberían ocupar y lo que debe ser para una sola casa termina siendo el lugar donde todos los desperdicios confluyen. Como una cloaca, pero a plena vista y donde todos pueden buscar lo que no necesitan. El nivel de desperdicio sube y baja. Algunos dejan otros llevan. Y todo pasa por ese espacio que se creó en el barrio, más eficaz y atrayente que una sociedad de fomento. ¿A qué apunta todo esto? A la plataforma por la que se van a publicitar estas palabras. Y lo que se intenta hacer: publicitar. Sin hablar de ventas ni de noticias porque, es sabido, los medios tradicionales mienten. Operan. Favorecen y perjudican sin rubor ni remordimiento. Queda claro con la manifestación de esta semana: El canal que pasaba los cacerolazos hace un año no los pasa hoy y habla de un atentado lejano, el que no los pasaba hace un año hoy los pasa con pantalla dividida para mostrar distintas partes de la capital. La información en los medios tradicionales es probable, parcial, tendenciosa, se equilibra para el lado del poder. Facebook ocupa, entonces, el lugar donde se busca la verdad y, prematuramente, se vuelve el contenedor, container, conteiner, de los que quieren saber qué pasa. Pero la realidad de Facebook es la realidad del contenedor y tampoco es cierta. Peor aún, ni siquiera es propia: alguien puso ahí ese contendor/plataforma para que los dueños de casa la llenen. En Facebook se hace lo mismo que hacen los vecinos de una casa en reparación, y ya se sabe: nadie miente tanto como el propietario y sus colindantes. Cada vecino busca en la basura lo que le sirve, lo que le es útil y le permite magnificar su postura. No importa si es cierto o no, lo único que importa es que alguien entienda quién tiene razón. Facebook es el recipiente de verdades y mentiras, de bajezas y pedidos, es el recipiente que ve el desfile, ve el toma y trae, el lleva y devuelve de los desperdicios ajenos y propios. Y para peor, el recipiente etiqueta, comparte y hace todo lo que quiere con la basura: la recicla y la regenera. Cada día es más difícil saber qué es cierto y qué no. Los vecinos apagan la televisión y no abren el diario porque ya no creen, aprendieron a desconfiar de los titulares, a leer entre líneas. ¿Qué hacen, entonces? ¿Leen a los amigos virtuales de Facebook? Sí, claro. ¿Y qué buscan? Alguien que piense como ellos. Alguien que tenga la misma vergüenza en su casa y la saque para exponerla. Los vecinos hacen uso de la mugrosa palabra y la reciclan en sobras, con la esperanza de convencer a otros vecinos. Pero los vecinos de los vecinos, aunque dóciles, son vanidosos, espían detrás de las ventanas, se felicitan en el reflejo de cualquier pantalla de computadora o teléfono celular cuando tiran la basura en un contenedor ajeno pero se enojan si ven nos ven caminar hacia sus cómodas casas llenas de verdades con bolsas de basuras ajenas.Principio del formulario



domingo, 26 de junio de 2016



De los múltiples ensayos ingeniosos que pueden surgir del tema composición: “Comprar un libro usado” vamos a detenernos por un segundo en aquellos libros que tienen dedicatoria. Si evitamos hablar del espanto de los renglones subrayados por otros o las notas marginales en letra ajena, salvémonos también de repetir la anécdota de Borges y el hallazgo de un libro que él había dedicado y regalado exhibido en un anaquel de canje. Seamos precavidos principalmente porque no sabemos si es cierta y con el boom de sus frases apócrifas y solemnes en el subterráneo, lo mejor es resguardar la poca solemnidad que le queda. En este caso la anécdota es breve. Ni siquiera califica como tal. No vamos a entrar en el debate si hay que arrancar la página con la dedicatoria, borrarla o dejarla tal y cómo llegó a nosotros. Vamos a contar una historia: En el Mercado de Pulgas de Plaza Rocha, en Mar del Plata, encontré un libro de crónicas. Tapa negra, editorial española, sangre joven y un precio irrisorio a comparación de su gemelo sin uso en el mercado. Al revisar su interior certifiqué su calidad, salvo por un detalle: la impronta de un extraño que estampó una dedicatoria. Pero, al leerla por primera vez, esa letra manuscrita pasó a ser parte inseparable del libro. Para no dar más vueltas la transcribo a continuación:

Querido Juan: Acá te mando un recuerdo de Federico, él hubiera querido que lo tengas. 

Tío Jorge



domingo, 29 de mayo de 2016


Cómo vender un libro

Busque lo que se busque con la escritura, fama, excelencia, una forma de vida, una purga, una vía de escape, prosperidad, erudición, pertenencia, para lograr cualquiera de estos objetivos hay que aceptar la premisa que dará sustento a la idea:  la venta. No importa la concepción comercial o altruista del autor, los libros, una vez vencido el proceso de edición, hay que venderlos.
Sí, los libros también se pueden regalar. Un autor puede financiar de su bolsillo la edición y regalar todos los ejemplares, pero daría la sensación que saltea un paso necesario en la lectura: el deseo. Un libro regalado no siempre es un libro que se desea leer. Muchas veces no lo es ni siquiera uno comprado con todas las reglas del capitalismo. Por eso, para obtener lo que todo escritor busca, primera debe vender. Y para vender necesita la publicidad.
Siguiendo a John Berger podemos decir que la imagen publicitaria es una cosa del momento: mensajes que duran un instante y que estimulan la imaginación por a) el recuerdo o b) la expectativa.
La publicidad nos bombardea, está tan presente en nuestras vidas como el nitrógeno en el aire: ahí está, no lo necesitamos, no lo usamos, pero la naturaleza nos hace creer que no podríamos vivir sin ese componente.
La publicidad es competencia que parece noble: está destinada a mejorar nuestra vida. Pero, aunque fuera cierto, ¿en qué  le puede mejorar la vida un libro a una persona? En nada. A no ser que mienta desde la publicidad y que esa mentira sea tan hermosa que sea preferible creerla. ¿Será ese uno de los principios básicos de los libros de autoayuda? Pero, ¿cómo hacer que una mentira parezca hermosa? Un recurso es la identificación. Funciona a la inversa en los libros donde se enumeran las patologías. Una enfermedad cualquiera cuenta con una definición, una epidemiología y un conjunto de síntomas que permiten el diagnóstico. Si la definición es vaga, lo son aún más los primeros síntomas: “decaimiento, ansiedad, pérdida de apetito, malestar abdominal”, cualquier lector se identifica de inmediato con uno o todos esos síntomas y es la semilla que crea la posibilidad de padecer esa enfermedad que está leyendo. Los buscadores de internet aumentan esa posibilidad de enfermedad universal, la publicidad aumenta nuestra necesidad de cosas que no necesitamos. Entre esas cosas, los libros.
Y aunque cuando compramos un libro parezca que en realidad optamos entre varias opciones, no la hay. La única opción verdadera somos nosotros: el lector se va a modificar con el libro, no el objeto. Entonces, podríamos inferir que lo primero que debemos ofrecer es que el libro a leer nos va a mejorar. Y lo segundo, es que esa transformación sea real, y no una mentira. Pero esto es prácticamente imposible, ¿cuántos libros pueden entrar en ese catálogo? Se pueden contar diez, o veinte. Y no más. Y esa cantidad es un número despreciable si pensamos en la industria del libro. Entonces, sin salirnos de este camino, podemos decir que la transformación debe existir y debe ser real, pero que el libro no nos dará el cambio desde su contenido, sino desde su fama. Es decir, haber comprado (y leído) el libro objeto, nos hará envidiables. “La fascinación radica en ser envidiado. Y la publicidad es el proceso de fabricar fascinación”, escribe John Berger. ¿Cuántos libros que deberíamos haber consumido, o tener en la biblioteca? ¿Cuántas veces sentimos envidia cuando un amigo, colega, enemigo, dice que leyó tal libro que ni siquiera sacamos de su envoltorio?
Otro problema que nos enfrentamos es que la publicidad vende cosas “necesarias”. Nos parece lógico cuidarnos la piel, comprar un auto para desplazarnos o ropa que nos abrigue: el sol nos quemará, necesitamos viajar y no sentir frío. Necesitamos comer, está muy bien que nos vendan comida. Necesitamos ser aceptados, para eso existen las bebidas y las vacaciones en la playa. Necesitamos reafirmar nuestra solvencia económica, ahí están las tarjetas de crédito, y los bancos. La publicidad nace de una necesidad básica. Leer un libro no lo es. Ese es otro problema a resolver. Cómo le hacemos creer a un lector que necesita leer este libro. Cómo se convierte en una necesidad equiparable a cambiar el auto o comprar una cafetera extranjera. Convenciendo al lector de lo que llegará a ser si compra y lee este libro.
“La publicidad es la cultura de la sociedad de consumo”, dice Berger. El libro debe entonces ocupar su lugar en esa sociedad. La publicidad se aprovecha de lo que el espectador sabe, lo que aprendió en la escuela, lo que le enseñaron los medios de comunicación sobre la realidad en la que vive. La publicidad es el brazo ejecutor del capitalismo, parece que acaricia a quien la ve, que hace sombras chinas para provocar la risa, pero en la realidad nos oprime desde la nostalgia y la imposibilidad de un futuro por fuera de la publicidad: si no compro esa comida para gato, mi gato no será feliz, ni lindo, ni podrá reproducirse en el techo.
Roland Barthes habla de una publicidad que se funda en el prestigio, en la evidencia de un resultado. Si se estimula la vanidad y la apariencia social mediante la comparación de dos objetos, aquí podríamos decir que el libro a vender es mejor que otro. O que otros. Esto se puede potenciar con la faja que refiere a los libros ganadores de concursos literarios, esa faja nos da la sensación de triunfo sobre un número inmenso de hojas, un número incalculable de horas de trabajo y sobre todo, sobre otros humanos: esta es la historia que prevaleció, al fuerte, la dominante: hágase el favor y cómprela. Distinta es la faja que hace referencia a la cantidad de ejemplares vendidos y las reediciones: vigésima edición, millones de ejemplares vendidos; nos da la posibilidad de pertenencia, y la pertenencia a una mayoría, como se considera en la democracia, no da lugar a los equívocos.
Otra opción que se plantea es que quizás sea beneficioso reducir el nombre del libro o del autor que se pretende vender. Esa reducción, sumada a unas pocas palabras, dará sensación de epopeya, aún cuando el libro no pertenezca a una saga (esa promesa de compañía extensa, de familiaridad que tan bien se desarrolla en las series que consumimos como publicidad de las historias que debemos consumir en estos tiempos) hablar con familiaridad del libro o su autor puede acercar a los futuros compradores.
En resumen, por lo expuesto hasta ahora queda en claro que en esta nota no se tiene la menor idea de cómo vender un libro. Intento, sí, promocionar esta nota a partir de la lectura azarosa de dos libros, Mitologías, de Barthes y Modos de ver, de Berger. Y falló. Al menos, y para resarcirse, les voy a dejar esta cita:


“La publicidad es la vida del capitalismo –en la medida que sin publicidad el capitalismo no podría sobrevivir– y es al mismo tiempo su sueño. El capitalismo sobrevive obligando a la mayoría –a los que explota– a definir sus propios intereses con la mayor mezquindad posible, mediante la imposición de lo que es deseable y lo que no”


domingo, 7 de febrero de 2016




Muchos escritores sueñan con un ideal: dejar de trabajar en los laburos que los mantienen y dedicarse a escribir, si es posible en una casa en el campo, con perro, calor, mosquitos y un arroyo cerca: ¿sobre qué escribirían entonces? Sobre perros, calor, y mosquitos. Para que escapar de eso tendrían que ser unos genios porque la soledad engendra soledad, y nada más. Cada viaje esporádico a la Capital me renueva esta sensación: si no tengo nada que escribir salgo a la calle, bajo al subte, con los ojos bien abiertos y la oreja pegada al suelo, y la historia vendrá. Pero Capital también tiene una trampa: demasiada estimulación, tanta luz te ciega, tantas historias te pueden inhibir. Mar del Plata es más esporádica, te regala historias en cuentagotas, pero te las da: Hoy salí a recorrer librerías (particularmente en una de usados donde reservé un libro demasiado caro que decidí no comprar) y al entrar, pensando con cuál excusa no decepcionar a la librera, me detuve como siempre a mirar las novedades. Y la historia llegó: Había un hombre enorme, grande, bonachón, que hablaba histriónicamente con la librera. Ella angustiada al punto de no disimularlo en favor de la discreción comercial, le cebaba mate. No presté atención a la charla, a pesar del tono elevado que me incluía como una tormenta en el descampado, hasta que al buen hombre le sonó el teléfono celular. Se alejó apenas de la librera, mate en mano, y para mi asombro puso en altavoz a su interlocutora del otro lado: una mujer desesperada amontonaba palabra tras palabra, insulto sobre insulto, acerca de un hombre llamado Jorge. El bonachón escuchó (nosotros también), paciente, un largo minuto hasta que la interrumpió: Tenés que decir la oración para destrabar, ¿la tenés? Tres veces. Si no la tenés te la paso por mensaje. Tres veces, sí, una vez a la mañana y otra a la tarde. Sí, tres veces a la mañana y tres veces a la tarde. Y ahora te dejo porque me vine a la librería, sí, ella también está mal, sí, no sabés, entraron y le pidieron un vaso de agua, y en un segundo le robaron el i-phone. Terrible, sí. Así que me vine de urgencia para ayudarla, pero no te preocupes, vos, mientras tanto, repetí la oración para destrabar, como te dije.